Volver a la escuela fue como regresar a un lugar que ya no me pertenecía.
Los pasillos me parecían más estrechos, las voces más fuertes, las miradas más crueles.
Ya no estaba solo la presión de los compañeros de siempre, sino también el peso de mis propios errores.
Leo seguía ahí, como un ancla que no sabía si me sostenía o me hundía.
Al principio todo parecía normal, aunque yo sentía una distancia que no podía explicar.
Luego apareció Claudia, una chica de primer grado de secundaria, nueva, brillante, sonriente… y obsesionada con él.
Me observaba desde lejos, lo seguía en los recreos, se reía de sus bromas, le dejaba notas en los pupitres.
Al principio pensé que solo era una coincidencia.
Pero pronto comprendí que algo había cambiado: Leo empezó a prestarle atención, y yo ya no era suficiente.
Un día, después de clase, Leo me dijo:
—Luz… creo que esto ya no funciona.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, con la voz rota—. ¿Qué pasa contigo?
—Es complicado… no quiero lastimarte, pero… —miró hacia otro lado—, necesito espacio.
Sentí que el mundo se cerraba.
Mi corazón latía tan rápido que me dolía el pecho.
La tristeza y la rabia se mezclaron en un volcán que no sabía cómo contener.
No podía creer que todo lo que había sentido, todas las tardes, los secretos, las sonrisas, desaparecieran así, como si nunca hubieran existido.
A partir de ese momento, mi mundo se volvió un caos.
Empecé a pelear más con los compañeros de clase.
Pequeños empujones, gritos, discusiones que se salían de control.
La escuela, que antes era un lugar de rutina, se convirtió en un campo de batalla.
Ya no me importaba nada: ni las calificaciones, ni las miradas de los maestros, ni siquiera las advertencias.
Mis ausencias comenzaron a multiplicarse.
Cada día que no iba, sentía un alivio momentáneo: no tener que enfrentar la burla, la soledad, ni el dolor de los afectos que se rompen.
Pero también aumentaba el vacío.
Cada recreo perdido, cada clase que no asistía, era un recordatorio de que estaba sola.
De que nadie podía protegerme de lo que sentía por dentro.
Por las noches, cuando regresaba a casa, mi madre seguía absorta en su mundo, mi padrastro de vuelta, indiferente.
No había un lugar seguro donde llorar sin que alguien me mirara raro o me juzgara.
Mi amigo imaginario, mis cuadernos, mis dibujos, todo se volvió insuficiente.
Necesitaba gritar, romper algo, salir corriendo… y a veces lo hacía.
“El mundo parecía girar sin mí,
y yo solo podía aferrarme a lo que ya no existía.
Aprendí que cuando alguien se va de tu vida,
a veces no hay consuelo que alcance,
solo un vacío que se agranda con cada paso que das.”
#1811 en Otros
#349 en Relatos cortos
#322 en Novela histórica
sufrimento, valor dolor y sacrificio, autoayuda y superación personal
Editado: 26.11.2025