Cada día en casa se volvió un campo de batalla.
No había conversación que no terminara en gritos, silencios tensos o puertas que se cerraban de golpe.
Mi madre me hablaba con una mezcla de cansancio y culpa, mi padrastro con imposición y desprecio.
Y yo… yo ya no podía soportarlo más.
Empecé a rebelarme.
Primero con palabras: contestando, cuestionando, exigiendo respeto que nadie me daba.
Luego con actos: cerrando la puerta del cuarto, rompiendo cosas, dejando de comer por días, escapándome sin decir adónde iba.
Las primeras veces eran fugaces.
Solo unas horas fuera, caminando por el barrio, sintiendo que podía respirar sin sentir los reproches sobre mí.
Después los días se hicieron más largos.
Me quedaba en la calle, con amigos que conocía de la escuela o de los parques, durmiendo en cualquier lugar que me diera refugio momentáneo.
Cada huida era un alivio y un miedo mezclados.
Sentía poder sobre mi propia vida por primera vez, pero también un vacío enorme.
El mundo fuera de casa no era seguro: había voces que me llamaban, personas que me miraban diferente, lugares que no eran para mí.
Aun así, volver a casa era insoportable.
Cada mirada, cada comentario, cada silencio pesado era un recordatorio de que no pertenecía allí.
Con cada regreso, la tensión aumentaba.
Mi madre lloraba, me pedía explicaciones, me abrazaba con desesperación, y yo solo quería escapar otra vez.
Mi padrastro gritaba, me señalaba, me decía que era una “desgracia”, una “rebeldía sin control”.
Yo sentía que nadie entendía lo que pasaba dentro de mí.
Que mi tristeza, mi miedo, mi vacío, no tenían nombre ni solución.
Hasta que ocurrió la última vez.
Esa vez no fue una escapada fugaz.
Caminé horas, buscando aire, libertad, silencio.
No tenía rumbo. Solo quería desaparecer un poco, alejarme de todo lo que dolía.
Pero la calle no es segura, y nadie me esperaba con los brazos abiertos.
A la tercera noche, mientras intentaba dormir en un parque, llegaron luces azules y sirenas.
La policía me detuvo.
Me llevaron en un patrullero, y mientras escuchaba las ruedas sobre el pavimento, entendí que esta vez no había vuelta atrás: alguien me estaba controlando, y no podía luchar sola.
En la comisaría me senté en un banco frío.
Mi corazón latía con fuerza, y las lágrimas no salían.
No había gritos, no había acusaciones, solo miradas que medían mi miedo y mi cansancio.
Una oficial me miró y dijo:
—Tu madre reportó que te habías ido de casa.
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo.
Rabia por haber sido obligada a regresar, vergüenza por sentir que nadie entendía lo que vivía.
Pensé en mis cuadernos, mis dibujos, mi mundo que nadie podía tocar.
Pero todo eso no servía aquí.
Aquí estaba sola, expuesta, sin poder decidir nada.
Cuando mi madre llegó, su rostro estaba lleno de lágrimas y reproches mezclados.
Me abrazó con fuerza, y al mismo tiempo me dijo:
—No puedes hacerme esto, Luz.
—¿Por qué no me entiendes? —susurré, con la voz rota—. Solo quería salir de aquí… aunque fuera por un momento.
Y entendí algo que ya sabía, aunque doliera admitirlo:
no podía escapar de mi propia vida, y tampoco podía esperar que nadie más la hiciera por mí.
El control que buscaba afuera solo me traía miedo; dentro, el dolor seguía intacto.
“A veces creemos que huir nos salvará,
que la calle, la distancia, la noche, nos darán aire.
Pero lo que realmente necesitamos
es aprender a sobrevivir con lo que llevamos dentro,
aunque pese, aunque duela, aunque nos quiebre.”
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Editado: 26.11.2025