El jardin de los ecos

Capítulo XIV: Sin escapatoria

Intenté huir.
Intenté decir que podía manejarme sola, que no necesitaba ayuda, que podía volver a casa cuando quisiera.
Pero esa vez no había salida.
La oficina estaba rodeada de policías, altos, encubiertos, con miradas que no dejaban espacio a la mentira.
Mi cuerpo estaba tenso, mis manos sudaban, y mi corazón golpeaba como si quisiera salir de mi pecho.

Frente a mí estaba el psicólogo del sistema, un hombre con la mirada firme, la voz calmada pero inquebrantable.
No era un enemigo que gritara; era peor: alguien que veía más allá de mis excusas, mis mentiras, mis máscaras.

—Luz —dijo con suavidad, pero sin ceder un ápice—. No tienes opciones.
—¡Claro que sí! —exclamé, levantándome de la silla—. Puedo volver a casa, puedo…
—No —interrumpió, levantando la mano como para cortar el aire—. Tu madre ya no puede contigo. Has intentado manejarlo sola demasiadas veces, y siempre termina en peligro.
—Eso no es cierto —traté de replicar, pero mi voz temblaba—. Solo necesito tiempo…
—No, Luz. No hay tiempo. Ahora eres responsabilidad de la policía. Y no es un castigo, es protección.

Se inclinó hacia mí, con los ojos buscando los míos, pero no con enojo, sino con una calma que dolía.
—Tienes dos opciones: un refugio cristiano donde estarán contigo, donde te enseñarán a organizar tus emociones, o una familia sustituta.
—¡No! —grité, golpeando la mesa con el puño—. ¡No quiero ninguna de esas cosas!
—Eso no es una elección, Luz —dijo con firmeza—. Es la única forma de que estés segura.

Sentí un vacío en el pecho, más profundo que cualquiera de los que había sentido antes.
Todo lo que había conocido, la casa, mi madre, mis cuadernos, mis amigos, mi pequeño mundo, estaba fuera de mi alcance.
No había puerta de escape, no había escondite.

Intenté argumentar, lloré, levanté la voz, pero cada palabra chocaba contra la pared invisible de su autoridad.
Era como si hubiera entrado a un mundo donde mis deseos no importaban.
Mis piernas temblaban.
Mis manos estaban frías.
Mis lágrimas caían sin que pudiera detenerlas.

—¿Por qué haces esto? —susurré, derrotada, mientras me sentaba de nuevo—. Nadie entiende lo que siento… nadie.

El psicólogo inclinó la cabeza y habló despacio:
—Porque yo sí te escucho, Luz. Y porque ahora tu vida no puede estar en manos de quienes no pueden protegerte.
—¡Yo puedo sola! —dije, pero la voz se apagó en un sollozo—.
—No, no puedes. Y no se trata de castigo, se trata de sobrevivir.

Me quedé en silencio, con la mirada fija en el escritorio frente a mí, con la sensación de que todo mi mundo se había reducido a esa oficina fría, custodiada, donde la única elección que me quedaba era aceptar lo que venía.
Por primera vez, entendí que mi rebeldía no podía vencer a la realidad.
Que a veces, aunque te resistas, alguien más debe tomar la decisión por ti.

“Me sentí atrapada entre la rabia y el miedo,
entre la soledad y la obligación.
Y comprendí algo que nunca antes quise admitir:
hay momentos en los que no podemos escapar de nosotros mismos,
ni de quienes intentan salvarnos.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.