El jardin de los ecos

Capítulo XV: Decisiones que no me pertenecen

La oficina olía a café frío y papeles viejos.
El reloj en la pared parecía moverse más lento, como si el tiempo también estuviera observándome.
Yo estaba sentada frente al psicólogo, con dos policías detrás, inmóviles, como sombras sin rostro.
Sentía que el aire pesaba tanto que me costaba respirar.

La puerta se abrió.
Mi madre entró.
Sus ojos estaban rojos, su cara pálida, las manos temblando.
Parecía más pequeña, como si la culpa le hubiera quitado fuerza.

El psicólogo la miró con una calma implacable, esa que no necesita levantar la voz para hacerte sentir derrotado.

—Señora —dijo—, entiendo que ama a su hija. Pero esto ya no depende de usted.
Mi madre bajó la mirada. No respondió.
—Su hija necesita un entorno estable, lejos del conflicto y del abandono emocional. Usted ha hecho lo que ha podido, pero eso ya no es suficiente.

Sentí un nudo en la garganta.
Quise gritar, defenderla, decir que no era justo, que ella también estaba rota, que el mundo no nos había dado tregua.
Pero no pude.
El silencio lo cubría todo.

—¿Qué está diciendo? —susurró mi madre, con la voz apenas audible—. Yo puedo cuidarla, puedo…
—No —la interrumpió él, sin levantar el tono—. No puede. No ahora. Y no sola.

Ella se quedó sin palabras.
Yo también.
Era como ver cómo nos arrancaban una parte de nosotras frente a una autoridad que no entendía de amor ni de miedo, solo de normas.

El psicólogo me miró entonces.
—Luz, tienes dos caminos —dijo—. Puedes ir con una familia sustituta o al refugio cristiano. Allí tendrás cuidados, orientación, un espacio donde recomenzar.

No respondí al principio.
Mi corazón golpeaba con fuerza.
La palabra refugio me daba miedo, pero la idea de vivir con otra familia me resultaba insoportable.
No quería más desconocidos fingiendo cariño.
No quería repetir historias.

—Al refugio —dije al fin, apenas moviendo los labios.
Mi voz sonó ajena, como si no fuera mía.
El psicólogo asintió, sin sorpresa, como si ya lo hubiera sabido.

Mi madre intentó acercarse, pero uno de los oficiales se interpuso.
—Déjela —ordenó el psicólogo—. No puede acercarse hasta que se concrete el traslado.

Mi madre lo miró, herida, desesperada.
—Por favor, solo quiero abrazarla.
—No —respondió él con firmeza—. No es momento de más confusión. Vaya a casa y prepare sus pertenencias: siete cambios de ropa, dos pares de zapatos y artículos de higiene personal.

Ella asintió en silencio.
Yo miraba la escena sin poder moverme.
Mi madre dio un paso atrás, y la distancia entre nosotras se volvió infinita.

Cuando salió de la oficina, el sonido de la puerta cerrándose fue lo más doloroso que escuché.
No eran los gritos, ni las discusiones de antes.
Era ese clic seco que anunciaba que todo había terminado.

Me quedé mirando mis manos, quietas sobre mis piernas.
El psicólogo escribió algo en su libreta, mientras los policías esperaban instrucciones.
—Harás lo correcto, Luz —dijo sin mirarme—. Y un día entenderás por qué fue necesario.

Pero yo no quería entender.
Solo quería volver a ser invisible.
Volver a tener un lugar donde mi nombre no doliera tanto.

“A veces la vida no te pregunta,
solo te empuja a elegir entre dos formas de perder.
Esa tarde entendí que el amor no siempre basta,
y que hay despedidas que no necesitan palabras para doler.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.