El viaje fue silencioso.
El coche policial olía a plástico y desinfectante. Afuera, la ciudad pasaba como una película que ya no me pertenecía.
No sabía si llorar o reír. No tenía fuerzas para ninguna de las dos cosas.
Cuando llegamos, lo primero que vi fue una reja alta, coronada con alambre.
Un cartel blanco decía: Hogar de Restauración “Nueva Vida”.
El nombre me pareció una broma cruel.
Nos recibió una mujer con falda larga y una sonrisa rígida.
—Bienvenida, hija —dijo con voz ensayada—. Aquí vas a encontrar paz.
“Paz”, pensé.
Pero lo que encontré fue silencio, órdenes y miradas rotas.
Adentro, el aire olía a jabón barato y humedad. Las paredes estaban cubiertas de frases religiosas: “Dios te ama aunque no lo merezcas”, “El perdón te hará libre”, “Solo Él puede salvarte”.
Yo no quería ser salvada. Solo quería entender por qué nadie me había escuchado antes de traerme aquí.
Una monja me condujo hasta un cuarto con ocho literas.
Había mujeres de todas las edades: adolescentes como yo, una chica embarazada, una señora con la mirada perdida, y otra que no paraba de llorar mientras rezaba con los ojos cerrados.
Nadie hablaba mucho. Solo se escuchaba el sonido de los pasos en el pasillo y el murmullo de los rezos.
—Deja tus cosas en la cama del fondo —me indicó la mujer—. Luego iremos a la oficina para entregarlas.
—¿Entregarlas? —pregunté.
—Aquí no se conservan pertenencias personales. Solo lo necesario: ropa, zapatos y aseo. Nada más.
Saqué mis cosas despacio. Me dolió ver cómo ponían mis pocos objetos sobre una mesa: mi celular, unos audífonos, una pulsera que Leo me había regalado, un cuaderno con dibujos.
Todo quedó en una caja con mi nombre escrito en marcador negro.
—No más música —dijo la encargada—. No más redes. No más contacto con el exterior. Dios será tu única conexión ahora.
Y así, sin más, me arrancaron el último pedazo de libertad que me quedaba.
Esa noche, no pude dormir.
Las luces se apagaban a las nueve, y el silencio se volvía insoportable.
Escuché sollozos por todos lados. Cada cama tenía una historia que dolía.
Una chica al lado mío, de unos dieciséis, me susurró entre lágrimas:
—Aquí todas llegamos rotas, ¿sabes? Pero algunas ya no salen igual.
No respondí.
Solo giré el rostro hacia la pared y me tapé con la cobija áspera que me habían dado.
Tenía frío, pero más que nada, miedo.
Miedo de olvidar quién era antes de entrar aquí.
Los días siguientes fueron una repetición de rutina:
Oración al amanecer.
Desayuno en silencio.
Clases bíblicas.
Tareas de limpieza.
Oración otra vez.
Comida.
Silencio.
Más oración.
No había relojes, ni ventanas abiertas. El mundo se reducía a esas paredes, a esos cantos, a esa esperanza impuesta.
A veces las veía —a las otras— llorar durante los rezos. Algunas pedían perdón, otras solo temblaban.
Todas buscaban algo que yo ya había perdido hacía tiempo: fe.
“Decían que Dios me cambiaría,
que encontraría la luz dentro del encierro.
Pero yo solo aprendí a rezar en silencio,
con miedo de que hasta mis pensamientos fueran pecado.”
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Editado: 26.11.2025