El jardin de los ecos

Capítulo XVII: Todo era Dios

Al principio, todo me resultaba insoportable.

El refugio tenía reglas que parecían hechas para aplastar cualquier chispa de libertad.

Cada día comenzaba antes del amanecer, con un timbre que retumbaba en mi cabeza incluso cuando intentaba ignorarlo.

Nos obligaban a levantarnos, arreglar la cama perfectamente, limpiar nuestro espacio, barrer pasillos, fregar pisos, ordenar cada rincón como si cada imperfección fuera pecado.

El aseo personal era pesado, casi militar.

Duchas frías, horarios estrictos, jabón escaso, toallas compartidas.

No podía detenerme a pensar, ni siquiera a respirar profundo; había tareas, y cada minuto perdido era llamado de atención.

La comida era otra prueba de control.

Tres veces al día, pequeñas porciones, contadas con precisión.

Nada de caprichos, nada de exceso.

Yo me sentía más débil cada día, aunque mi hambre no era solo física: extrañaba calor humano, risas, secretos compartidos, música que me hiciera sentir viva.

Aquí, la comida solo mantenía el cuerpo; el alma seguía hambrienta.

No había recreación.

No había tiempo para correr, para dibujar, para escribir lo que sentía en silencio.

Todo estaba ocupado por oración tras oración, alabanzas que se repetían hasta perforar mi cabeza, estudios bíblicos y actividades religiosas que nunca entendí del todo.

Todo giraba alrededor de un Dios que me imponía reglas y me enseñaba a callar mis deseos.

Los libros eran solo una Biblia desgastada y unos pocos textos con historias religiosas: vidas de santos, milagros, sacrificios.

No había novelas, ni cuentos, ni poesía.

No había música que no estuviera dedicada a Dios.

Cada canción, cada himno, cada lectura era un recordatorio constante de que el mundo que conocía ya no existía, y que aquí, todo debía girar alrededor de la fe y la obediencia.

Yo estaba sentada en mi cama, con las manos sobre el regazo, sintiendo que mi mundo se había reducido a esas paredes.

Las otras chicas no hablaban mucho; algunas rezaban con lágrimas, otras miraban al suelo.

Todas parecían heridas, buscando consuelo, esperanza, algo que yo no podía compartir.

No quería ser consolada por un dios que no sentía cerca; no quería aceptar palabras que no aliviaban el dolor que llevaba dentro.

Cada día era una lucha silenciosa: entre obedecer y rebelarme, entre cerrar los ojos y llorar, entre ser “buena” y querer escapar.

Me sentía atrapada en un mundo donde cada gesto, cada palabra, cada pensamiento debía ser dirigido hacia un ser invisible que decidía todo por mí.

Todo era Dios, y yo no era nada.




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