Las comidas eran una tortura silenciosa.
Frijoles y papas. Siempre frijoles y papas.
Todo el día, todos los días, hasta que las donaciones se terminaban.
No había frituras, ni refrescos, ni chocolate, ni galletas.
Nada que recordara la infancia, nada que diera un pequeño respiro a un cuerpo hambriento y a un corazón cansado.
Al principio intenté ignorarlo.
Decía que no importaba, que solo era temporal, que estaba allí para aprender disciplina.
Pero cada bocado me recordaba lo que me faltaba: calor, cariño, libertad, y sí… incluso cosas tan simples como un vaso de leche fría o una galleta crujiente.
Mis días se volvieron un ritual de espera.
Esperaba la comida con desesperación contenida, mirando la fila de platos, deseando que hoy algo cambiara.
Pero nunca cambiaba.
El mismo olor, la misma textura, la misma monotonía.
Mi estómago rugía, pero más que hambre física, sentía hambre de libertad, de atención, de cuidado.
Mi madre no venía los días de visita.
Sus cartas eran escasas y frías.
A veces me preguntaba si ella recordaba que yo existía, o si ya me había borrado de su mente, como borramos un cuaderno viejo.
Y yo, sentada con mis manos sobre el regazo, soñaba con un vaso de leche, con una galleta dulce, con cualquier sabor que me hiciera sentir viva otra vez.
No me atrevía a decirlo en voz alta.
No podía robar, ni pedir, ni mostrar debilidad.
Así que me quedaba con esa desesperación que me llenaba el pecho, mientras veía a otras chicas comer lo mismo y fingir que era suficiente.
Yo sabía que no lo era.
Cada día, la rutina de las comidas repetidas se volvía un recordatorio brutal de lo que había perdido.
No solo mi casa, no solo mi libertad, sino hasta los pequeños placeres que parecían tan insignificantes para los demás.
Yo los extrañaba con la intensidad de alguien que ha pasado hambre y sabe que un simple vaso de leche puede ser un lujo imposible.
“Aprendí que la disciplina y la fe no llenan un estómago.
Que el deseo de un simple bocado, de un vaso de leche, de una galleta, puede doler más que cualquier castigo.
Y que la ausencia de quienes deberían cuidarte convierte la comida en un deseo desesperado,
un anhelo que nadie puede calmar, ni siquiera Dios.”
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Editado: 26.11.2025