Al principio, ir a la iglesia dentro del refugio era un ritual pesado.
Cantábamos, orabamos, escuchábamos sermones interminables.
Todo giraba alrededor de Dios, y yo me sentía como una sombra que se movía entre luces cegadoras.
Pero un día, mientras mi mirada se perdía entre las filas de mujeres, lo vi: él.
Él estaba en el refugio de varones, en un espacio que se veía pequeño desde donde yo estaba.
No podíamos hablarnos, no podíamos acercarnos, ni intercambiar una palabra.
Solo podíamos notar la presencia del otro, sentirla como un hilo invisible que atravesaba los muros y las restricciones.
A veces nuestras miradas se cruzaban, rápidas, temerosas, llenas de curiosidad y algo que ninguno de los dos podía nombrar.
Mi corazón latía fuerte, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que había alguien que me entendía, aunque fuera solo a la distancia.
Pasaron semanas así, miradas furtivas, silencios compartidos sin palabras.
Hasta que me dijeron que el participaria en algo llamado Avivamiento.
Era un lugar dentro del refugio donde podías hablar con quien quisieras, excepto con las mujeres del refugio.
Mi corazón saltó al saber que podía verlo mas seguido allí.
El primer día , lo vi de lejos.
Se inclinaba sobre un banco, y cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que todo el mundo se detenía.
No hablamos al principio, solo nos sonreímos tímidamente, y eso fue suficiente.
Con cada visita a la iglesia , nuestras miradas se volvían más intensas, más seguras.
Era un pequeño universo secreto entre dos personas que no podían tocarse, pero que sabían que existían.
Tres meses pasaron desde que llegué al refugio.
El tiempo parecía eterno, pero algo había cambiado en mí: más calma, más control, más fuerza interna.
Sabía que podía hablar con mi madre sin gritar, sin romperme en llanto, aunque ella todavía dudaba.
Un día, durante una llamada supervisada, le hablé con firmeza:
—Mamá… sé que he cambiado.
—¿Qué quieres decir, Luz? —respondió, con la voz temblorosa—.
—He aprendido cosas, he seguido reglas, me esfuerzo todos los días… pero necesito salir un poco.
—¿Salir? —preguntó con miedo—. No puedo… no sé si es seguro…
—Mamá —dije, tratando de contener la emoción—. Confía en mí. Solo un tiempo, por favor.
Hubo un silencio largo.
Sentí que cada segundo duraba una eternidad.
Finalmente, su voz llegó suave, rendida:
—Está bien, hija. Te llevaré a casa.
No podía creerlo.
Mi corazón latía como si quisiera salirse del pecho.
Volver a casa después de tres meses era un alivio y un miedo al mismo tiempo.
Alivio porque podía volver a sentirme un poco más libre, miedo porque sabía que la casa no había cambiado del todo, que todavía había secretos, silencios y conflictos esperando.
“Después de meses de silencios, reglas y muros,
aprendí que las miradas podían hablar más que las palabras,
y que la paciencia, la perseverancia y un poco de astucia
podían abrir puertas que parecían cerradas para siempre.”
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Editado: 26.11.2025