El jardin de los ecos

Capítulo XX: Intentos de reconstrucción

Cuando volví a casa, sentí que todo era distinto y, al mismo tiempo, igual.
Mi madre parecía querer hacer todo lo posible para demostrar que las cosas podían cambiar.
Había un esfuerzo genuino en sus ojos, aunque todavía cargaba culpa y miedo.
Decidimos juntos que íbamos a intentar reconstruirnos, a empezar de cero, como si el pasado no hubiera dolido tanto.

Los domingos íbamos a la iglesia.
Era extraño al principio: las bancas, las canciones, los sermones… todo me recordaba al refugio.
Pero esta vez, estaba con mi familia, y podía mirar a mi madre sin sentir esa distancia fría que me había acompañado durante meses.

Y también estaba él.
El chico del refugio de varones.
Al principio, nuestras miradas eran tímidas, como antes, pero poco a poco empezamos a hablar.
Al principio eran frases cortas, tímidas, intercambios de palabras entre rezos y cantos.
Después, la conversación se volvió más natural: comentábamos los sermones, los himnos, cómo nos sentíamos dentro de aquel espacio que parecía imponer orden incluso a nuestros pensamientos.

Un día, después de misa, nos sentamos en un banco fuera de la iglesia.
El sol nos daba en la cara, y por primera vez sentí que podía respirar sin miedo.
Hablamos de nuestras vidas, de los días dentro del refugio, de las cosas que nos hacían reír y también llorar.
Nos entendíamos de una manera que parecía milagrosa: compartíamos heridas similares, soledades parecidas, miedos que nadie más podía comprender.

Y luego, sin darme cuenta, empezamos a ser más que amigos.
Nos sosteníamos la mirada más tiempo, nuestras manos se rozaban al caminar, y cada sonrisa que nos regalábamos llevaba un mundo de significado.
Era como si todo el dolor, todo el encierro, todo el silencio de los meses anteriores, hubiera encontrado un lugar seguro entre los dos.

Nuestra relación se volvió un secreto a voces.
Sabíamos que no podía ser algo público, al menos no todavía.
Pero eso no importaba.
Nos teníamos el uno al otro, y eso bastaba.
Entre mis domingos en la iglesia con mi familia y nuestras conversaciones escondidas, empecé a sentir que, tal vez, podía existir un espacio donde la tristeza no fuera la única constante.

Mi madre parecía satisfecha con el cambio.
Decía que veía progreso, que notaba menos rebeldía en mí, más tranquilidad.
No sabía que parte de esa calma venía de alguien más: de él, que aparecía en mis pensamientos incluso cuando estaba en casa, que hacía que mis noches fueran menos solitarias y mis días más soportables.

“Aprendí que algunas heridas pueden encontrar consuelo,
y que incluso entre reglas estrictas, paredes altas y oraciones interminables,
puede surgir un pequeño lugar donde florece la esperanza:
un lugar donde alguien más te entiende, te mira, y te acompaña
sin juzgar tus cicatrices.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.