El jardin de los ecos

Capítulo XXII: El largo camino de la huida

El autobús avanzaba por la carretera y cada kilómetro se sentía como un mundo interminable.
Mis manos temblaban mientras sostenía la mochila sobre mis piernas.
Mi celular estaba apagado.
No podía dejar rastro, no podía permitir que nadie supiera hacia dónde me dirigía.
Cada sombra, cada curva de la carretera, me hacía saltar del asiento.

No había nadie cerca a quien pudiera pedir ayuda.
No había vuelta atrás.
El aire dentro del autobús olía a caucho caliente y asfalto, mezclado con el sudor y el miedo de los pasajeros.
Yo me sentía atrapada entre el silencio de los motores y mi propia respiración acelerada.

No sabía que, en casa, la realidad era mucho más peligrosa de lo que imaginaba.
Mi madre ya había descubierto mi plan.
Había buscado en mi habitación, revisado cada escondite, descubierto que faltaba dinero, ropa y mi mochila.
El pánico la impulsó a actuar con rapidez.

Había llamado a cada vecino, preguntando si me habían visto, intentando rastrear cualquier pista.
Después fue a la estación de autobuses más cercana y habló con un empleado, describiendo mi apariencia, mi edad y hasta la ruta que podía haber tomado.
Al descubrir que me había registrado con mi nombre, su rostro se transformó en furia.
—¡Me vendieron un boleto a una menor de edad! —gritó por teléfono, amenazando con demandar a la línea de autobuses—. ¡Esto es ilegal, y voy a responsabilizarlos si no me dicen dónde está mi hija!

Su determinación no conocía límites.
Llamó a la policía, proporcionó datos, placas de autobuses, horarios de salida, todo.
Era implacable, como si la desesperación pudiera atravesar kilómetros y alcanzarme antes de que yo pudiera siquiera tocar el suelo de la ciudad.

Yo no lo sabía, pero podía sentir, aunque fuera inconsciente, que cada curva, cada acelerón del motor, podía acercarme a ser atrapada.
El miedo me llenaba la garganta, y me impedía tragar saliva.
Todo lo que había planeado, toda la emoción de encontrarlo, se mezclaba ahora con terror.

Miré por la ventana, viendo cómo la carretera se alargaba hacia un horizonte incierto.
Mis pensamientos se agitaban: “¿Y si me encuentran antes de llegar? ¿Qué haré si me obligan a regresar?”
Mi corazón golpeaba tan fuerte que creía que todos los pasajeros podían escucharlo.

No había vuelta atrás.
No podía llamar a nadie, no podía encender el celular, no podía hacer nada más que aferrarme a la mochila y al deseo desesperado de llegar a él.
Cada kilómetro era un reto, una carrera contra la vigilancia silenciosa de alguien que conocía demasiado bien mis pasos.

“Nunca había sentido miedo así.
Miedo de ser atrapada, de fallar, de decepcionar a todos y de perder lo único que creía mío.
Cada curva de la carretera me hacía recordar que la libertad que buscaba podía desaparecer en un instante,
y que a veces huir es tan doloroso como quedarse.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.