El jardin de los ecos

Capítulo XXIII: Atravesando el miedo.

El autobús seguía su camino, pero algo en el aire me decía que el mundo entero estaba alerta.
Mi corazón latía tan fuerte que sentía que podía escucharlo hasta en los motores del vehículo.
El chofer hablaba varias veces por teléfono, con voz baja pero insistente, y sus paradas comenzaron a ser más frecuentes de lo normal.
Cada alto me hacía encogerme en mi asiento, con las manos aferradas a la mochila como si eso pudiera mantenerme invisible.

El miedo crecía con cada kilómetro.
No era solo miedo a ser descubierta, sino un pánico visceral, una certeza que se instalaba en mi pecho: me atraparán.
Sentía que todo lo que había hecho, cada decisión, cada paso hacia él, se desmoronaba frente a mis ojos.
Intenté concentrarme en respirar, en no sudar, en no hacer ruido, pero cada sonido parecía amplificarse en el silencio del autobús.

En la última parada, el caos se volvió real.
Dos hombres con uniformes se acercaron rápidamente.
Me señalaron y, con una voz firme que heló mi sangre, dijeron mi nombre:

—Luz… Luz Castaño.

No hubo tiempo para explicar, para gritar, para pensar.
El mundo se cerró en un instante.
Me bajaron del autobús mientras mis piernas temblaban y mis lágrimas querían salir, pero no podía permitirme desmoronarme en público.

Dos policías me rodearon y me condujeron hasta una patrulla que me esperaba en la calle.
El motor rugía mientras ellos me indicaban subir.
El frío del metal del asiento y el olor a cuero de la unidad me hicieron sentir aún más pequeña, más vulnerable, más sola.

Miré alrededor y todo me resultaba extraño.
No era mi ciudad.
No había calles conocidas, ni casas familiares, ni el sonido del mercado que me recordara a casa.
Solo había edificios desconocidos y el murmullo de la patrulla que me transportaba hacia lo que no podía entender ni controlar.

Mi pecho dolía con cada acelerón del vehículo.
Sentía que el mundo entero me había atrapado en un instante.
Mis planes, mis decisiones, mi búsqueda de él, todo se desvanecía frente a la fría realidad: estaba en manos de la ley, lejos de casa y sola en una ciudad que no reconocía.

El miedo y la desesperación me consumían.
Quería gritar, llorar, huir, pero no había salida.
Cada segundo que pasaba dentro de esa patrulla me recordaba que la libertad que había buscado se había evaporado, y que ahora todo dependería de adultos que no me conocían y de un sistema que veía solo reglas, no corazones.




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