El jardin de los ecos

Capítulo XXIV: La soledad entre rejas

Me llevaron a la comisaría como si fuera un paquete más, sin preguntarme nada, sin darme tiempo a explicar.
El vehículo de la policía olía a metal y a humedad, y cada giro, cada frenada, hacía que mi estómago se revolviera.
Mis manos temblaban. Mis ojos buscaban algún punto de referencia que no existía.
Todo era desconocido, frío, intimidante.

Al llegar, me hicieron bajar y me condujeron por pasillos grises, con luces fluorescentes que quemaban la retina.
Finalmente, me dejaron en una celda pequeña, de paredes descascaradas y sucias.
El piso estaba frío, y en una esquina había cobijas raídas, viejas, con manchas oscuras que no quise mirar de cerca.
Me dejaron sola.

Me senté en un rincón, abrazándome a mis piernas.
Mis pertenencias —mi mochila, mi ropa, mis cosas más personales— habían desaparecido.
El miedo me envolvía como un manto pesado.
Escuchaba a los policías hablar afuera, con voces duras y palabras que no terminaba de comprender:
—La tenemos aquí… menor de edad… fuga…
Sus palabras eran como cuchillos que cortaban cualquier esperanza de que aquello fuera un simple error, un malentendido pasajero.

Mi sueño de ir con él, de encontrarnos, se desvanecía lentamente.
Y lo peor: supe, aunque nadie me lo dijo, que me estaba culpando.
Que me decía, sin palabras, que todo había sido mi responsabilidad, que yo debía protegernos a los dos, y que no lo hicimos bien.
Él también tenía quince años, también era un adolescente perdido, pero de alguna manera, su versión de la historia me dejaba sola en un rincón, con el frío de la celda calando hasta mis huesos.

Me acurruqué más, tratando de desaparecer, tratando de convencerme de que no existía.
El silencio de la celda era aplastante, y cada crujido del piso afuera me hacía saltar.
Pensaba en mi madre, en la casa, en la fiesta que se preparaba para mí… y todo se sentía tan lejano, como si perteneciera a otra vida.

No pasó mucho tiempo antes de que un rugido de motor me sobresaltara.
El deportivo de mi madre había atravesado casi 500 kilómetros en menos tiempo del estimado.
Ella había recorrido el camino sin descanso, con la determinación y la furia mezcladas en cada giro del volante.
Cuando entró a la comisaría, la vi: despeinada, con los ojos rojos de cansancio y tensión, la mandíbula tensa, los labios apretados.
No dijo nada al principio. Solo firmó los documentos, con manos que temblaban apenas perceptiblemente.
Su mirada estaba cargada de decepción, enojo y tristeza.
Yo no me atrevía a levantar la cabeza.
Sabía que había fallado en sus ojos, que había traicionado su confianza, y que ahora debía cargar con la mezcla de emociones que ella sentía: miedo por mí, rabia por mis decisiones, dolor por la distancia que había creado entre nosotras.

Me tomó del brazo suavemente, aunque con firmeza, y me condujo hacia la salida.
Mientras caminábamos, podía sentir el peso de su juicio y de su amor a la vez.
El silencio era absoluto. Ninguna palabra podía reparar el miedo, la vergüenza y la culpa que me habían consumido en la celda.
Y mientras la ciudad desconocida quedaba atrás, yo sentí que mi intento de huir había terminado, que la fantasía de ir con él se había quebrado, y que todo lo que quedaba era enfrentar la realidad de ser una adolescente perdida, bajo la mirada de su madre y de un mundo que me recordaba que no podía actuar sola.

“Aprendí que el miedo no solo viene de lo desconocido,
sino de las consecuencias de nuestros propios actos.
Que las decisiones impulsivas pueden desvanecer sueños en un instante,
y que el regreso a casa no siempre trae alivio,
sino una mezcla de enojo, tristeza y responsabilidad que pesa más que cualquier distancia recorrida.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.