Me senté en el asiento trasero del auto, el motor ronroneando bajo nosotros mientras avanzábamos hacia casa.
Mis ojos miraban al vacío, pero en mi mente corrían como un río todas las decisiones que había tomado: la huida, él, el autobús, la comisaría, la patrulla.
Pensaba en la fiesta que mi madre se negó a darme, aunque tenía todo listo: el vestido, las flores, los invitados… todo.
Esa fiesta que ahora parecía un reflejo de lo que podía haber sido, una vida que se desvanecía entre mis dedos.
Cuando llegamos, todo se volvió más frío, más real.
Mi padrastro nos esperaba.
No dijo una palabra.
Sacó un candado y una cadena, y selló la puerta de mi habitación como si encerrara un tesoro… o una prisionera.
No me dejó tiempo para nada más.
Me tomó por sorpresa y, sin piedad, me ató de las muñecas a la cama.
Dos cinturones unidos atravesaban por debajo de la base, de lado a lado, asegurando que no pudiera moverme, que no pudiera escapar otra vez.
El dolor físico era agudo, pero nada se comparaba con el dolor dentro de mi pecho.
Me dolía la cabeza, el corazón, el alma.
Todo se mezclaba: miedo, culpa, arrepentimiento.
Pensaba en la ausencia de mi padre, en cómo nunca había estado allí para mí.
Pensaba en mi madre, su decepción evidente en cada gesto, en su mirada que me quemaba, que me recordaba todo lo que había fallado.
Pensaba en mi padrastro, en la autoridad fría y violenta que ahora me mantenía inmóvil, que me recordaba que no podía confiar en nadie para protegerme.
Cada minuto que pasaba atada a la cama, sentía que las paredes se cerraban, que mi mundo se reducía a esa habitación, a esa cama, a mi miedo y mi culpa.
Me preguntaba si había cometido un error irreparable, si algún día podría recuperar la confianza de mi madre, si alguna vez podría ser libre otra vez.
Cada pensamiento me aplastaba más que los cinturones que me mantenían inmóvil.
El silencio de la habitación era insoportable.
Solo el leve crujido del metal de la cadena, el viento afuera, y mi respiración entrecortada llenaban el espacio.
Era una prisión física y emocional al mismo tiempo.
Me dolía todo: el cuerpo, el corazón, la mente.
Y mientras permanecía allí, inmóvil, no podía evitar preguntarme si alguna vez podría encontrar un lugar donde no me sintiera atrapada, sola y culpable por existir.
“Atada a mi cama, atada a mis errores,
entendí que algunas prisiones no son solo de metal o madera,
sino de miedo, culpa y decepción.
Y que la libertad que alguna vez imaginé podía desaparecer con un solo movimiento de la vida,
dejándome solo con mi dolor y mis decisiones.”
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sufrimento, valor dolor y sacrificio, autoayuda y superación personal
Editado: 26.11.2025