El Jardín de los No Muertos

3. Adagio

El olor a carne putrefacta llenó mis pulmones y aguanté las ganas de vomitar lo más que pude. Me agarré de la playera del podrido y me lo llevé conmigo hasta el piso. Caí con un golpe seco sobre un nido de escarabajos que se quebró bajo mi espalda. Me rebotó la cabeza contra la baldosa y del centro de mi nuca creció una vibración ensordecedora.

¡Hambre! ­

Mi visión aún estaba desenfocada por el golpe y aunque la luz amarillenta me había cegado, pronto definí la imagen del podrido, cuya mandíbula dislocada colgaba de un lado, apresurandose hacia mi cara. Sostuve a Grulla del mango y el filo y la usé como un escudo para evitar que esa cosa me devorara. Mi corazón empujó las paredes de mi pecho sin descanso.

Tuc-tuc, tuc-tuc. Tuc-tuc, tuc-tuc.

Su rostro era del color de la tierra en los cementerios olvidados, sus ojos, aunque opacos y vacíos de luz, contaban con una pizca de dolor bajo la bruma que los cubría. Su piel parecía más bien una capa descarapelada rodeando sus músculos putrefactos y su peste me revolvió el estómago.

El podrido se empujó contra mí. Trató de morderme y empujó su antebrazo verdoso contra mi espada. La hoja de Grulla cortó mis guantes de cuero y el aire refrescó mi mano. El aceró helado tocó mi palma y mi sistema nervioso quedó petrificado. Retumbó una voz en mi cabeza rogándome que hiciera algo para sobrevivir, pero mis músculos no respondían.

El rostro del podrido quedó frente a mí. Las llagas en su frente parecían quemaduras recién hechas y los granos morados que adornaban sus mejillas estaban a punto de reventar. Sus encías hinchadas y ensangrentadas apenas y mantenían firmes sus dientes ennegrecidos. En el cuello tenía una familia de hongos creciendo y en la cima de su cabeza tenía pegada una bolsa amarillenta, como un saco de huevos de araña enorme.

La mirada acuosa del podrido estremeció mis piernas. A pesar de que podía sentir su ira con cada movimiento errático, sus pupilas lucían tristes. La hoja de mi espada se incrustó en mi palma y una línea de sangre me bajó por el antebrazo.

­‒¡Sandi, ayúdame! ­‒rogué.

‒No te muevas ­‒respondió. Tensó la cuerda de su arco y apuntó.

­‒¡No es como tenga otra opción! ­‒grité.

Josué corrió al frente y tomó al podrido por los hombros. Sus dedos se hundieron en la carne descompuesta. Sandi disparó. La flecha cortó el aire, rozó la cara de Josué y se incrustó en la espalda del podrido. La punta, que no era más que un clavo afilado, quedó inmóvil a pocos centímetros de mi pecho.

El podrido no se detuvo, al contrario, se zarandeó de izquierda a derecha sin parar. La carne de sus hombros se resquebrajó entre los dedos de Josué, quien seguía intentando quitármelo de encima y salió volando contra un estante que se desplomó. El derrumbe levantó una nube de polvo y salieron volando cientos de insectos.

Aquella bestia putrefacta volvió a atacarme y se presionó contra mi espada. A penas asimilaba mi suerte, cuando los dientes del podrido castañearon frente a centimetros de mi cara. Alcancé a cambiar el agarre que tenía de la hoja y estaba vez, cortó el antebrazo del podrido en vez de mi palma. Parecía que la piel de su brazó era sólo una cubierta dura, pues una vez que se abrió, Grulla siguió avanzando como si cortara una maza echada a perder hasta que se encontró con el hueso de su brazo y con un golpe seco el podrido se detuvo a un centímetro de mi nariz. Sus dientes entrechocaron. Su aliento me irritó mis ojos.

Un líquido café emanó de las heridas de su antebrazo y goteó sobre mi pecho. Mi boca se llenó de saliva caliente. Olía a agua estancada con vómito y huevo echado a perder. No pude aguantar más y el ácido estomacal ascendió por mi garganta, me tuve que volver a tragar un par de pedazos de mi comida anterior cuando llegaron a mi boca.

Volteé hacia Sandi, se encontraba sacando una flecha más de la aljaba en su cintura. Logré trabar mi pierna entre un estante caído y la pared. Empujé con todas mis fuerzas al podrido y lo aventé a la derecha. Me levanté justo cuando Sandi disparó nuevamente. La flecha se incrustó en el cachete del podrido. Josué saltó de entre los escombros con el cuchillo alargado que había sacado de su bota y se abalanzó sobre de él. Le clavó su arma en la frente, pero el filo reventó el saco amarillo que había crecido sobre el cuero cabelludo del podrido.

Sandi y yo nos agachamos y, a pesar de usar los cubrebocas, cubrimos nuestra nariz y boca con las chamarras. El saco explotó y un líquido verde salió disparado contra los estantes formando una capa gruesa de musgo. Al explotar, el saco también había arrojadó una nube de humo llena de esporas anaranjadas que se veían cual luciérnagas. Las esporas descendieron, aquellas que tocaron el suelo desaparecieron, más las que cayeron en las raíces que había en el piso o la hiedra de las paredes, dejaron una marca negra con bordes blancos.

Tomé a Sandi de la mano y salimos corriendo. Nos alejamos lo más rápido que pudimos y una vez que habíamos puesto un par de metros entre nosotros y la tienda de videojuegos, me quité el cubrebocas y vomité sobre una grieta donde había una raíz ancha y llena de insectos. Me limpié y me volví a poner el cubrebocas.

­‒¡Qué asco! ‒jadeó Sandi mirando en dirección a la nube amarillenta que había dejado el saco del podrido tras explotar.

‒Ese será tu siguiente regalo de navidad, agua de podrido ‒bromeé.

‒Te aseguro que me va a encantar ‒respondió Sandi ­‒. Nada como ese bello aroma.

Josué salió de la tienda aferrado al morral dónde había guardado sus provisiones. Se reunió con nosotros y nos preguntó si todos estábamos bien. Sandi abrió los ojos de par en par y dio un paso atrás.




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