El Jardín de los No Muertos

5. Sandbox

El cable de la pantalla, conectado a la corriente, se tensó como una cuerda de violín y quedamos colgados a un metro de la ventana abierta. Uno de los sillones se deslizó y quedó atascado en la barra. Otro temblor sacudió al departamento y lo hizo virar hacia la derecha. Quedamos colgados con el cable a punto de tronar, ahora bajo nosotros estaba la cocina. Sandi me volteó a ver y dijo algo que no alcancé a escuchar por culpa del terrible sonido de alarma que no dejaba de resonar afuera del departamento. Mi cuerpo no me respondía y todo parecía ajeno a mí. Sentí un tirón.

‒¡Jiro! ‒gritó Sandi.

Regresé a la realidad, cociente mi respiración y el dolor en mis dedos.

‒¡Empújame hacia el sillón! Creo que puedo llegar al pasillo.

Asentí. Jalé mi brazo a la derecha y lo moví a los lados. Lancé a Sandi. Sandi cayó en el sillón, corrió por la barra y saltó hacia el filo de la pared del corredor y se impulsó en el mueble de las consolas que se había atascado con un librero. El mueble se patinó y me golpeó en el hombro.

La televisión se desenganchó y caí, me deslicé por el suelo tratando de aferrarme al piso. No hacían más que rayar el suelo con mis dedos. La presión en mis uñas me daba la sensación de que se romperían. El mueble de las consolas se impactó en la pared y se hizo trizas. Caí directo en el descansabrazo del sofá a unos metros de la puerta y perdí el aire. Respiré profundo.

¡Sandi! Traté de gritar su nombre y no produje ningún sonido.

Mis pulmones se achicaron y mi garganta se cerró. Quería llorar, quería saber en dónde estaba Sandi y quería que huyéramos de ahí. No podía verla por ningún lado e imaginaba que tal vez había caído en un instante que parpadeé. Traté de gritar nuevamente y mi boca se llenó de polvo. Había un hoyo en mi estómago que aumentaba de tamaño con cada segundo.

‒¡Sandi! ‒aullé en un gutural extraño que provenía desde el fondo de mi garganta.

Tomé una bocanada amplia de aire y mi tórax se distendió, fue como si la marea me estuviese ahogando. Escuché en el interior de las paredes las varillas de acero doblarse y el rechinido me estremeció los huesos. El edificio crujió y se inclinó nuevamente con la ventana hacia abajo. El sofá se deslizó y se atascó en la ventana. Me aferré a la barra y apreté los dientes.

‒¡Sandi! ‒grité con el poco oxígeno que tenía ‒. Tenemos que salir de aquí.

Necesitaba un plan, una forma de salir de ahí. Miré hacia la entrada y tracé en mi mente un camino hasta la puerta. Me deslicé hacia la cocina y caí sobre los mubles que habían quedado en la pared. Las vibraciones de la estructura cosquillearon mis oídos, era como si un cráneo se rompiera bajo mi pisada. Caminé entre la pared y el piso. Me tenía que agarrar la costilla pues sentía todavía el ardor del golpe. Si lograba escalar podría llegar a la puerta. Di un salto y me agarré de la alacena.

Crack.

El dolor en mi costilla creció con punzadas afiladas. Salté a la siguiente alacena el ardor de mis músculos. Ya estaba cerca de la puerta, sólo tenía que estirarme lo suficiente para abrirla. Si lográbamos salir al corredor, tal vez podríamos utilizar el barandal para bajar y huir de ese lugar.

Crack.

‒¡Sandi!

Ya casi llegaba, la perilla reflejaba mi mano extendida.

Crack.

El suelo y la pared se cuartearon. Abrí los ojos casi tanto como la boca. El lugar entero se estaba desmoronando pedazo a pedazo.

‒¡Jiro! ‒gritó Sandi.

Volteé hacia arriba. No podía verla.

‒¡Sandi! ¿Dónde estás? ‒grité de regreso.

‒¡Jiro, ponte junto a la barra! ‒exclamó ella desde la oscuridad.

Miré hacia la perilla, tentado a salir de ahí. No, de nada me serviría sobrevivir sin ella, pensé. Di un salto hacia la barra apoyándome de los muebles en la pared. El polvo rascaba mi garganta a pesar del cubrebocas. Una neblina negra se coló entre las cuarteaduras del edificio, llenando de esporas anaranjadas el departamento. Me aferré al filo mármol y recargué mis pies en un cajón abierto.

­‒¿Estás listo, Jiro? ‒exclamó Sandi.

Su voz retumbó en la oscuridad, pero seguía sin encontrarla.

‒¿Dónde estás? ‒grité.

‒¡Sólo dime si ya estás en la barra! ‒gruñó.

‒¡YA!

Miré hacia arriba y alcancé a ver en el empinado corredor a Sandi, rodeada de almohadas y metida en una tina cuarteada que se sostenía por cobijas atadas a las puertas de los cuartos. El edificio colapsó. Las vigas y varillas se rompieron y todo el piso se vino abajo. Sandi desenvainó a Grulla y cortó la tela. La tina se deslizó hacia la ventana y sus patas rasgaron la duela. La neblina negra se expandió por el departamento oscureciéndolo todo. Las paredes se desmoronaron. Sandi me jaló por la playera y con un movimiento brusco quedé entre las almohadas dentro de la tina. Chocamos con el sofá atascado en la ventana al tiempo que el edificio se hacía pedazos y surcamos por el aire hasta que salimos de la oscuridad de la neblina. El viento y la tierra golpearon mi cara.

En la lejanía se veía la luz del sol emergiendo y sus rayos de luz iluminaron la ciudad de San Padua. Ese lugar, que en algún momento estuvo repleto de tráfico, de esmog y ruido, ya era verde y repleto de árboles y flores. Era un jardín sobre el concreto y quien estaba ahí para caminarlo no éramos nosotros. Lo humanos nos escondíamos en donde pudiéramos, no, San Padua ahora era de ellos, de los podridos, de los no muertos. Este jardín que destruimos tampoco nos perteneció en el pasado. Este hogar que ahora nos odia nunca fue nuestro. No fue nuestro pueblo, pero ahora es nuestro cementerio.

Por un momento hubo silencio. La tina descendió en picada. Sandi y yo nos abrazamos. Cerré los ojos y pensé en Jacky. Luego en Sandi y Fede. Al final, en un oscuro sitio de mi mente, encontré el recuerdo de mis padres en su estudio, ambos frente a una computadora, ambos sin darse cuenta de que yo los veía desde el marco de la puerta.




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