Miré aterrado hacia la horda avanzando hacia nosotros. Los podridos chocaron con los automóviles abandonados y los árboles. Uno de ellos se atoró con una raíz del piso y cayó de bruces, el resto siguió caminando y lo aplastaron hasta dejarlo echo pulpa.
‒No queda más que ir hacia arriba ‒jadeó Sandi.
‒¿Con dios? ‒cuestioné casi sin aire.
Sandi señaló la barda. Lazamos nuestras armas y mochilas al otro lado. Escalamos utilizando las raíces y las rocas. Subimos lo más rápido que nuestros cuerpos cansados nos permitieron. El dolor en mi costilla se agudizó, regresó a mis huesos desde los primeros centímetros trepados. Es imposible. No lo lograremos, pensé.
No sabía a cuanta distancia se encontrarán los podridos de la barda, pero sus gruñidos erizaron los vellos de mi cuello. Me impulsé de una raíz y mis dedos se entumieron como si los nervios estuvieran expuestos. El brillo del amanecer se reflejó en las nubes y me deslumbró.
Frente a mí iba Sandi, su silueta estaba contorneada por la luz del sol. Debía tener cuidado de que cuando avanzara no me fuera a golpear con sus botas para la lluvia. Casi llegamos a la cima, pensé. Sandi colocó la mano sobre la barda cubierta de hiedra y la quitó al instante con un grito afilado. Se aferró a una liana para no caer y me dio pisotón en la sien. El movimiento hizo caer una docena de arañas que se habían estado escondiendo entre la hiedra. Me moví a la derecha y alcancé a definir la manga de su chamarra manchada de rojo y su mano emanando sangre sobre las hojas.
‒¡Hay pedazos de botellas clavados! ‒exclamó.
Volteé hacia abajo, los no muertos estaban cerca, pero todavía no llegaban a la barda.
‒Tal vez pueda encontrar algo para poner sobre los vidrios.
Salté de regreso al suelo. Casi resbalo, pero mantuve el equilibrio.
Los gruñidos de los podridos se escuchaban cada vez más cerca y no me dejaban pensar. Veía los carros parados, pero no había nada más que piedras, musgo, hiedra y botes de basura atascados de moscas. No había nada útil. Miré por la ventana de un automóvil y detuve la mirada en el tapete del asiento del piloto. Traté de abrir el carro, pero estaba cerrado. Intenté con otro y fue la misma historia.
Un podrido corrió hacia el frente y me preparé para evadirlo, pero fue como si yo no existiera. Avanzó encorvado, directo hacia la barda, y se abalanzó sobre la sangre que había goteado del brazo de Sandi.
Miré al frente, no me quedaba mucho tiempo. La horda de podridos se empujaba hacia nosotros. Me quité la chamarra y la enredé alrededor de mi mano. Otro no muerto estaba cerca, a un metro de mí. Me acomodé el cubrebocas y solté un golpe a uno de los cristales. Mis huesos vibraron hasta contraer los nervios de mi brazo y el vidrio apenas y se cuarteó.
‒Me pasé de fuerza ‒dije entre dientes.
El podrido se abalanzó sobre mí y lo empujé contra un bote de basura. Se resbaló y cayó de espaldas. Volteé a los lados y vi las filas infinitas de podridos trastabillar hacia nosotros.
‒¡Jiro, ya déjalo! –gritó Sandi ‒. Están demasiado cerca.
Di un vistazo a la chamarra envuelta en mi brazo y mi mente se iluminó. Claro, esto sirve, pensé. Al dar media vuelta, un par de dedos alargados se aferraron al cuello de mi playera. Un podrido acercó su boca hacia mi cara. Sin pensarlo dos veces, le solté un golpe y le quebré la nariz, pero mi puño no se detuvo ahí, se hundió en su cara y mi mano se llenó de un líquido caliente que me revolvió el estómago.
Jalé mi puño y tuve que aguantarme el vómito al ver pedazos de su cerebro putrefacto entre mis dedos. Corrí hacia la barda, pasé a un lado del podrido que estaba lamiendo la sangre del piso y subí un par de metros para entregarle la chamarra a Sandi.
Los podridos llegaron a la barda, algunos se abalanzaron sobre la sangre en el piso, pero el resto avanzó al frente y pisaron a los que estaban en el suelo. Se aplastaron contra la barda. La horda de cadáveres siguió avanzando y apachurraron a los de enfrente hasta hacerlos un plasta.
Sandi colocó la chamarra sobre los pedazos de vidrio y subió. Vi en su rostro como aun con la chamarra se había pinchado las manos, pero logró acomodar sus pies entre los vidrios para mantenerse parada en el filo de la barda.
Entre más podridos morían aplastados, más cerca estaban de mí, pues se subían en los cadáveres y trataban de alcanzarme. Un podrido alcanzó a rasgar mi bota y la adrenalina se me subió a la cabeza. Sandi me tendió la mano y me aferré a ella. El podrido me agarró de la pierna y tiró hacia abajo. Sandi perdió el equilibrio, más no me soltó.
El gato negro que habíamos seguido saltó entre las cabezas de los podridos. Sandi se hizo hacia adelante y vi reflejada en sus lentes protectores las caras hambrientas de los muertos y las filas interminables de podridos acechándonos. Sandi trató de mantener el equilibrio y el gato se le aventó al pecho.
‒¡Ahhh! ‒exclamó Sandi. Cayó del muro y me llevó consigo. Eso es lo último que recuerdo.
...
Abrí los ojos. Me cegó el brillo del sol en lo alto del cielo. La luz que se colaba entre las hojas de los árboles bajaba en forma de haz y reflejaba el polvo suspendido en el aire y algunos insectos. Ahuyenté un par de moscos que rondaban cerca de mi cabeza y humedecí los labios. Me dolía el cuerpo. A mí alrededor no había más que árboles enormes y saludables. Tardé un poco en ajustarme a la realidad, me quité el gorro de estambre y separé un poco el cubrebocas de mi cara. El aire refrescó mi garganta. El ambiente olía a tierra mojada y pasto recién cortado. Dejé que el aroma permaneciera en mis pulmones un instante antes de regresar al mundo real.
Me levanté y el ardor en mi trasero se hizo presenté. Ya no había sangre fresca en la herida del flechazo que había metido Sandi, se había formado una costra dura. Trastabillé hasta la barda de la cual habíamos caído. El aire empujó las ramas y meneó las hojas. Me cubrí los brazos y vi en la cima de la barda mi chamarra de la preparatoria, al menos lo que quedaba de ella. Miré mi brazo y alejé el rostro un tanto asqueado por la capa seca de jugo de podrido que me había quedado embarrada. Me limpié con un par de hojas que encontré tiradas en el piso.
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Editado: 07.03.2024