El Jardín de los No Muertos

7. Concerto

‒Si lo que quieres son órganos, te puede asegurar, que no los vas a obtener de nosotros ‒contesté señalando hacia las repisas ‒. Se van a quedar aquí adentro, donde nacieron.

Di un paso atrás y busqué cualquier cosa que pudiera usar para defenderme.

‒Todo eso pertenece a los no muertos ‒reveló Pouli ‒. No quiero tus órganos; el humano se ha investigado por años. Los artistas han dibujado el cuerpo natural desde que el humano descubrió que era humano.

‒Entonces, ¿no quieres nuestros órganos? ‒pronuncié aliviado.

‒Si quieres, puedo tomarlos ‒dijo Pouli.

Abrí los ojos de par en par.

‒Es una broma ‒agregó con ambas manos al frente ‒. Disculpen mi sentido del humor. Hacía mucho tiempo que no teníamos visitas y como sabrán, socializar es una habilidad y de no practicarla se oxida con el tiempo. No, Jiro, no quiero tus órganos. Ni los de tu amiga.

Sandi no paró de carcajearse y yo simplemente disimulé una risa que fue mezcla de horror y compromiso. La tormenta aumentó y se oscureció la cabaña. Pouli se levantó y encendió la vela de una farola que colgaba del techo.

‒Aunque debo admitir que incluso antes del apocalipsis era malo para el humor ‒dijo. Cerró la compuerta de la farola y se mantuvo mirando la flama ‒. Mi esposa Alba... solía decir que mis chistes eran la mejor manera de hacer que mis alumnos llegaran a su siguiente clase.

‒Creo que su esposa tenía razón ‒musité.

‒¿Qué quiere con nosotros, Pouli? ‒preguntó Sandi ‒. ¿Cómo podemos ayudarlo?

‒El violín de allá afuera ‒señaló Pouli ‒. ¿Pueden tocarlo?

‒Claro, por supuesto que sí ‒repliqué.

‒Me gustaría que tocaran para mí ‒declaró Pouli.

‒¿Eso es todo? ‒cuestionó Sandi.

‒El fin del mundo no es un lugar muy musical ‒replicó él en una voz tenue.

‒No podemos, ‒dije ‒. La música atraerá a los podridos.

‒Con la tormenta no creo que te escuchen ‒argumentó Sandi.

‒Por favor, Jiro ‒imploró Pouli ‒. Pueden quedarse el tiempo que quieran y comer lo que gusten. Sólo toca una canción. Es lo único que pido.

Había algo distinto en su voz, un toque triste y una pizca de añoranza. Ni siquiera lo pensé, era como si mi cuerpo fuera el personaje de un videojuego y alguien controlara mis miembros. Salí de la casa y tomé el estuche con el violín. Levanté el rostro y miré extrañado hacia los anchos nubarrones negros recubriendo el cielo. Cuando habíamos llegado con Pouli parecía el verano en su apogeo, más ahora la oscuridad se había sembrado sobre los rosales dibujándolos de colores grises. La lluvia atacaba con tal fuerza que los pétalos caí al pasto y era tan tupida que la poca luz que alcanzaba a bajar del cielo se perdía entre las gotas. Resonó un trueno a la lejanía y el olor a tierra mojada y agua fresca inundo mi pecho.

¿Cómo lo supo?, pensé. No había habido ningún indicio aparente de una tormenta en el cielo, sin embargo, él lo sabía. Claro que llovía bastante seguido en el nuevo mundo.

Regresé a la casa y un olor a menta cosquilleó mi nariz. Jalé una silla y me preparé para tocar. Pouli permaneció sentado, inmóvil y atento a mi violín. Una vez que estaba listo, tomé el instrumento con la barbilla y deslicé el arco. Las notas rebotaron en mi garganta y al encontrarse con mis labios cerrados, vibraron en mis huesos hasta encontrar su lugar en las cuerdas de mi instrumento. No sé qué canción fuera, pero venía de mi interior. Del fondo de mi corazón.

Pasé un buen rato tocando. Afuera, la lluvia seguía brutalizando el jardín. Las ventanas vibraban y se escuchaba el golpeteo constante en el techo de madera. Pouli no movió su rostro, sólo se mantuvo sentado frente a mí. Mirando el concierto como espectador enamorado. Mi figura se reflejó en sus gafas y la luz de la farola enfatizó las sombras de su máscara. El arco acarició las cuerdas. El violín cantó desde el fondo de su alma. No era una serenata para mí, pero había algo en la voz de mi instrumento que parecía buscar llenar el vacío que había en esa cabaña. Buscaba abrazar al afligido. Parecía que la música no afectaba a Pouli, seguía inmóvil, admirando en silencio mientras sus gafas se empañaban.

‒¡Espectacular! ‒anunció entre aplausos ‒. Tienen que quedarse. Por favor.

‒No podemos quedarnos ‒mascullé ‒. Tenemos que salir antes de que se haga de noche. Deberíamos irnos cuando pare la tormenta.

‒Lamentó escuchar eso ‒comentó Pouli ‒. Esta noche quería mostrarles el aviario.

‒¡Nos quedamos! ‒exclamó Sandi rápidamente.

‒No, ‒repetí ‒, tenemos que irnos.

‒Jiro, por favor. Las aves... ‒dijo Sandi.

‒Tenemos que llegar al centro ‒recalqué.

‒¿Hace cuánto tiempo no ves ave volando en cielo? ‒cuestionó Sandi. Su mirada destelló emociones que pensé se había perdido en el viejo mundo.

‒Está bien ‒murmuré ‒, pero sólo esta noche.

‒Excelente, ‒interrumpió Pouli ‒. Traeré el botiquín médico para curar sus heridas. Disculpen.

Se levantó de su asiento, se metió al cuarto de donde había salido el humo y cerró la puerta con seguro. Pouli no tardó mucho tiempo en regresar y cuando lo hizo trajo consigo un maletín rojo con una cruz blanca. Primero arregló la mesa de la sala; quitó todo lo que habíamos utilizado durante la comida y con un trapo jaló las migajas hacia un bote de basura.

‒¡Qué extraño! ‒dije ‒. Casi no hay insectos.

‒Es por el incienso ‒señaló Pouli ‒. Encontré una mezcla entre menta, lavanda y otras hierbas que parecen detestar los insectos, es bastante tenue para el olfato human. Todo el mal tiene su punto débil, ¿no lo creen? Eso me recuerda, si van a quedarse sólo tengo una regla, el cuarto de la izquierda está fuera de los límites, ¿entendido?

Ambos asentimos, pero tenía una corazonada en el fondo de mis entrañas que me hacía seguir cuestionándome los verdaderos deseos de nuestro anfitrión. Pouli curó la mano de Sandi con una gaza empapada en alcohol y después le vendó el hombro, al parecer durante la caída del refugio le había golpeado el refrigerador antes de salir por la ventana. Después, a pesar de mis quejas, Pouli me curó el trasero y me vendó la costilla.




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