El Jardín de los No Muertos

10. Vivacissimo

Mi zapato quedó atascado en una raíz. Por más que intenté desatorar mi pie, no conseguí liberarlo, sólo ocasioné que mi mano se hinchara bajo los vendajes. Mi cabeza palpitó al son de mi respiración. Se me hincharon los globos oculares y me volví consiente del agua sucia llenando mi boca, pues al caer, me había sumergido en el drenaje lo suficiente para que la máscara se llenara de agua.

‒¡Sandi! ‒grité antes de tragar un buen tragó de agua.

Me estaba asfixiando. Intenté jalar oxígeno fresco y me llegó una bocanada mas de aguas negras. Separé la máscara de mi cara y todo el líquido me bajó por el cuello. Exhalé profundo el aire fresco de la cloaca e inflé los pulmones antes de volver a ponérmela. Escuché un golpe al frete y al instante sumergí la mano en busca de la linterna. La tomé de entré la suciedad y, para mi sorpresa, se encendió enseguida con una luz tenue. Dirigí el delgado haz de luz al frente y alumbré una pata peluda de la que sobresalían cuatro dedos ásperos y rosados. Largos y viejos. Dedos ensangrentados y esqueléticos, cuyos surcos estaban llenos de suciedad endurecida.

Lo que fuera que nos perseguía se levantó en dos patas y en la oscuridad sus ojos amarillos destellaron como dos balazos, igual a las luces de un tren que se acerca desde el otro lado del túnel. La linterna parpadeó. La criatura dio un paso al frente; la oscuridad aún escondía su forma, pero distinguí una silueta voluminosa con dos orejas puntiagudas, una de las cuales estaba mordisqueada.

El temor se sembró en mis brazos. Mis vellos se erizaron como si un rayo golpeara el bosque y electrificara el pasto. No quería ver a esa criatura, no quería que esa cosa caminara hacia la luz y revelara su monstruosa imagen.

Traté de alejarme. Jaloné mi pierna hasta que el empeine se enderezó y mi pie empezó a deslizarse dentro de la bota. No importaba si dejaba los zapatos, tenía que salir de ahí. Tensé el pie y jalé con todas mis fuerzas. La criatura avanzó hacia la luz y destelló la sangre goteando en sus colmillos. Quería gritar, pero las palabras se acobardaron y se fueron a refugiar a mitad mi garganta.

El cuerpo peludo y empapado de la creatura se detuvo frente a mí. Acercó su nariz carmesí a mi rostro y expidió una nube de vaho de sus orificios nasales. Cada fibra de mi cuerpo se congeló.

Es chistoso como pensamos que la respuesta al miedo son los gritos, así lo mostraban en las películas del viejo mundo, pero ahí, perdido en la oscuridad de la cloaca, helado, empapado en agua sucia y frente a un monstruo, no pude hacerlo.

Escuché el viento partirse. El asesinato del silencio. Una flecha voló sobre mi cabeza y se clavó exactamente en medio de los ojos del monstruo. Las plumas se mecieron en el aire un instante y la criatura se hizo hacia atrás con un chillido agudo.

Sandi llegó corriendo. Dejó su arco en el piso y se agachó a liberar mi pierna. Su carcaj se vació en el agua, sin embargo, se mantuvo concentrada en rescatarme.

‒Apúrale, apúrale, por favor ‒dije, aunque probablemente no me escuchó, pues mi rostro estaba de su lado derecho, el lado de su sordera.

Dos pares más de ojos amarillentos surgieron de la oscuridad. Avanzaron con lentitud cerca de la pared. Venían por los lados y por la altura parecían que las criaturas estaban en cuatro patas. Fenrir dio un salto al frente y la lámpara se apagó. Sonaron golpes secos contra el agua, maullidos y chillidos agudos.

Sandi desatoró mi pie, recogió un par de flechas del suelo y las guardó en su carcaj. El sólo tenerla cerca me llenó de confianza. Tal vez podríamos vencerlos. Fenrir maulló y de un golpe cayó en cuatro patas junto a nosotros.

Busqué mi palo a un lado de donde había caído y Sandi trató de encontrar su arco. Miré al frente colmado de terror. Cada segundo, un par más de ojos amarillos surgía de la oscuridad. Levanté la mirada. No había más que pedazos de huesos y raíces. Ya había al menos diez criaturas acechándonos. Me temblaron las piernas y mi corazón se hizo tan pequeño como una pasa aplastada. Pero, ¿qué acaso estaba loco? No teníamos tiempo de encontrar nuestras armas. No podíamos enfrentarnos a esas cosas, menos cuando ni siquiera teníamos lámpara. Jalé a Sandi para huir justo cuando un zarpazo de garras afiladas golpeó el agua donde nos encontrábamos.

‒¡No, mi arco! ‒gritó.

‒¡Olvídalo! ‒gruñí.

Corrimos en la obscuridad seguidos del salpicar de nuestros pasos en el agua. El frío era nuestro único cobijo. No podíamos detenernos. Escuchaba a esas criaturas detrás de nosotros. Alcanzaba a oler la sangre coagulada en el pelaje de esos monstruos. Las telarañas se enredaron en mis brazos y máscara. Me latió el cerebro y ya empezaba a dolerme la cabeza.

Me estrellé contra una pared y escuché como si un saco de canicas se moviera cuando se me dobló la nariz. Caí al piso y mi barbilla impacto contra una raíz sólida. El golpe me dejó atarantado y con ganas de vomitar. Una de las criaturas soltó un arañazo que desgarró mi playera, alcanzó a abrirme la espalda. Sandi se aferró a mi brazo, su mano sudada me dirigió hacia la derecha y luego a otra vertiente de las cloacas.

‒Realmente eres don vigilante ‒exhaló ella casi sin aliento.

‒Estamos a punto de morir y sólo tienes comentarios sarcásticos ‒repliqué a media voz.

Aceleré el paso hasta que era yo quien la estaba jalando. A unos cuantos metros se veía un rayo de luz. El resplandor se colaba por las grietas de un mundo que se derrumba. Nos dirigimos hacia allá. Las raíces se volvieron más anchas. Ahora teníamos que saltarlas y recogernos del agua para continuar. El techo estaba agrietado y la luz del sol se colaba por los orificios, iluminando tramos pequeños en la obscuridad.

Fenrir saltó entre las raíces con rapidez. Dio vuelta a la derecha y lo seguimos. Al fijarme detrás de nosotros, vislumbré los cuerpos peludos que nos perseguían cuando cruzaban bajo los haces de luz creados por las grietas. Eran ratas enormes y peludas, cubiertas de moho y postulas. En las espaldas les sobresalía una especie de cresta que asemejaba una columna vertebral rojiza y solidificada. La mirada de esas criaturas rayaba en la locura y de sus hocicos afilados chorreaba espuma.




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