El Jardín de los No Muertos

12. Hide & Seek

Quería gritar, quería huir, quería esconderme. Sandi me jaló hacia abajo y quedamos detrás de una tienda de campaña. Mis piernas no respondieron. El latir en mi pecho retumbó acelerado. Intenté abrir una de las tiendas y una persona en el interior detuvo el cierre.

‒Váyanse no queremos que nos vea, Rojasangre ‒dijo una voz femenina.

‒Diles que busquen su propio lugar para esconderse ‒dijo una voz masculina.

Espié sobre la tienda. El lobo escupió el cuerpo del podrido y caminó al frente con una cojera que le levantaba el hombro, lucía como si se hubiera roto la pata y sus huesos se hubieran curado de forma incorrecta. Las puertas se cerraron detrás de él con un golpe estruendoso que sin duda atrajo la atención de un par de podridos del otro lado de la barricada.

‒¿Así son los lobos en el nuevo mundo? ‒cuestioné en un murmullo.

‒Después de ver las ratas no me sorprende ni un poquito‒respondió Sandi casi acostada en el suelo.

El lobo bajó el rostro y olió la esquina de la barricada. Su pelaje opaco se perdía entre las sombras, más logré distinguirle, pues entre las rastas de su pelambrera descuidada tenía pedazos de basura y ramas secas que brillaban al reflejar las antorchas. Debió percibir que lo veía, pues volteó justo hacia nosotros.

Sus ojos eran del color del carmín, del color de la crueldad y la sangre. Agaché la cabeza al instante y me escondí. El palpitar de mi corazón resonó en mi cabeza. Me había visto. Su mirada me había penetrado hasta el tuétano, había reflejado mis más aterradores miedos.

Tenía una sensación de suciedad en la boca. Traté de guardar la calma y controlar mi respiración. Sandi y yo nos movimos en cuclillas hasta la siguiente tienda. Me recargué en la tela y cerré los ojos. Las caricias del miedo arañaron mi espalda. Me volví a asomar y vi al lobo prepararse para saltar sobre la tienda en la que habíamos estado hace apenas unos segundos. Pegó el hocico al piso y levantó su cola.

‒Huelo sudor ‒dijo una loba con la voz de una niña juguetona, suave como el ulular del viento que se cuela por las heridas de los muertos ‒. Huelo terror. Huelo la cena que devoraré hoy.

‒¿Puede hablar? ‒susurró Sandi con terror.

‒Puede hablar ‒confirmé.

La loba saltó sobre la tienda y la volteó. La gente que estaba escondida adentro pidió clemencia, más la loba levantó la pata y la luna destelló en su afiladas garras. Cortó la tela de un tajo y metió el hocico a la tienda. Los gritos de terror eran cual rayos en una tormenta.

La loba aventó la tienda hacia un lado para liberar su hocico. De uno de sus colmillos colgaba el viejo tuerto al que le habíamos dejado nuestras cosas, sostenido sólo por su overol desgastado. Dos mujeres y un hombre salieron de la tienda y corrieron hacia el museo, pero Sefi y Voito les cerraron las puertas en la cara.

La loba movió la cabeza hacia los lados y zarandeó al viejo. Él trató de zafarse, pero al tocar los dientes de la loba se puso pálido y escondió el rostro entre sus manos. Me levanté para ayudarle, pero Sandi me jaló de vuelta al piso y caí de sentón cerca de una hoguera.

‒¿Qué haces? ‒gruñó.

‒Salvándolo ‒contesté.

‒¡Se me olvidaba que tienes superpoderes! ‒dijo Sandi ‒. No tienes armas, ni siquiera tienes un plan. No hay nada que podamos hacer, Jiro. Sólo estás arriesgando nuestras vidas por gente que no conocemos.

Cerré los puños y apreté los dientes. La loba soltó a su presa, quien cayó al suelo junto a la tienda de campaña desgarrada. El viejo tuerto se hizo hacia atrás. La loba le puso la pata en el pecho, acercó los colmillos y dejó que su baba goteara sobre el overol del hombre.

‒P-p-por favor, Rojasangre, prometo ser bueno ‒chilló.

La loba deslizó su lengua por el cuello del viejo y con su voz juguetona y cruel, contestó:

‒Agradéceme el siquiera pensar en comerte.

‒Gracias, ‒chilló el viejo ‒. Gracias por pensar que siquiera podría tener la bendición de ser comido por ti.

El animal soltó algo similar a una risa, que sonó como a un gruñido atorado en el fondo de su garganta.

‒Ahora gatea hasta mi boca abierta y vuélvelo a decir ‒dijo la loba.

El hombre tuerto gateó la lengua de la loba y musitó palabra por palabra.

‒No, no, no ‒gruñó la loba ‒. Dilo más fuerte y con la cara pegada en mi lengua.

Tomé una roca de la fogata junto a mí y la lancé al otro lado de la comunidad.

‒Jiro… ‒susurró Sandi.

Bajé la cabeza y esperé. La roca chocó con las carretas que utilizaban para mover los cadáveres de las mega-ratas. La loba salió disparada en esa dirección y dejó al viejo llenó de baba y tirado en el piso.

‒¿Y ahora cuál es plan, don heroísmo? ‒murmuró Sandi.

Avancé en cuclillas hacia el viejo y lo jalé hasta dónde estaba Sandi. Para nuestra sorpresa, un grupo de gente abrió su tienda de campaña y nos ayudaron a meter al señor. A pesar de que había más espacio para que Sandi y yo nos escondiéramos, uno de ellos nos detuvo.

‒No podemos dejarlos entrar, ‒dijo apenado ‒. Ángela nos castigaría. Perdón.

Nos cerró el cierre en la cara. Sandi y yo regresamos a nuestro escondite a plena vista, refugiados detrás de la tienda de campaña que nos había negado asilo. La loba dio un par de vueltas alrededor de las carretas. Su sonrisa maquiavélica era como un haz de luz que lastima los ojos y los quema. Entre esos dientes afilados todo parecía oscuridad. Su sonrisa era la viva imagen de un espíritu de la muerte.

Las carretas estaban rodeadas de pedazos de madera vieja y troncos secos que ese pueblo, cada vez más extraño y aterrador, utilizaba para hacer las fogatas. La loba se detuvo y vio con vigorizante emoción hacia una de las carretas, la cual estaba cubierta con un pedazo de tela.

‒¿Quién anda ahí? ‒cuestionó la loba entre risas ‒. Sal, ven a jugar.

Golpeó las carretas, no con afán de destruirlas, sino como un gato que se divierte al molestar a los insectos.




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