El Jardín de los No Muertos

15. A cappella

‒¡Tienen que irse! ‒grité.

‒¡NO TE VOY A DEJAR! ‒gruñó Sandi.

Mis pensamientos se perdían entre los gritos de la gente y los gruñidos de los podridos. A lo lejos, se alcanzaban a escuchar los tentáculos de Tifón dando latigazos al aire. Sandi presionó sobre el mango de Grulla una vez más. Los barrotes rechinaron, más la puerta de la jaula seguía atascada.

‒No puedo ‒jadeó Sandi ya con la espalda un tanto jorobada.

‒¡No seas necia! ‒rugí ‒. ¡Vete de aquí!

‒¡No! ‒gritó Sandi ‒. ¡Ermenegildo, ayúdame! Vamos, al mismo tiempo. Una. Dos. Tres.

Ermenegildo se sujetó de la espada, sus manos regordetas apachurraron los dedos de Sandi. Ambos tiraron hacia atrás. Las venas de sus brazos resaltaron. La jaula crujió y tras un clack, los pernos salieron disparado. La puerta azotó y Grulla salió volando y se perdió en la neblina.

‒¡Oh, por dios! ‒grité acelerado ‒.¡Lo lograron!

Salí de la jaula y abracé a Sandi. Incluso entre el miedo y el caos, su aroma relajó mis músculos al instante.

Una vez que nos separamos, di media vuelta. No podía ver más allá de un par de metros, pero escuchaba los movimientos de la aberración tumbando cosas alrededor de nosotros y alcanzaba a oler la peste de los podridos.

Ermenegildo me pasó mi mochila y nos pusimos las gafas protectoras. Quería buscar lo que quedaba de Grulla, pero en cuanto di un paso al frente, Sandi me tomó de la mano y dijo:

‒Ni siquiera lo pienses, Jiro. Hay que salir de aquí.

Tenía razón, ya era muy tarde. La neblina negra ya lo había consumido todo. Con un tirón en el corazón, me acomodé el cubrebocas y corrí hacia la taquilla abandonada seguido de Sandi y Ermenegildo.

Al llegar a la zona frente al museo, dónde la neblina y los gritos eran aún más devastadores, nos tomamos de las manos y avanzamos a oscuras escuchando los gritos y sintiendo el calor del fuego que provenía de la tiendas de campaña incendiadas. Habia gente en el piso rodeada de podridos que se abalanzaba sobre de ellos a mordidas.

La sangre salpicaba a donde quiera que veíamos. Aceleré el paso con un nudo en la garganta. No podíamos detenernos.

La aberración golpeó el museo y el techo se vino abajo. Alcé la mirada, las paredes se derrumbaron sobre mí. Sandi me jaló y los pedazos de piedra impactaron en el piso y explotaron.

Se levantó una nube de polvo que se combinó con la neblina y las esporas. Un grupo de podridos nos olió y corrió hacia nosotros. Mi cuerpo quedó pasmado.

El tentáculo de la aberración azotó a la derecha y una tienda de campaña incendiada voló frente a nosotros y se llevó a los podridos.

Huimos a la izquierda. Sandi se resbaló con la cola de Rojasangre. La ayudé a levantarse y miramos atormentados a un grupo de podridos devorándola como si fueran cachorros amamantándose.

Salimos de ahí lo más rápido que nos dejaron nuestros pies. Al alzar la mirada, vi a Negranoche volar por el aire y estrellarse contra una docena de podridos. Los podridos se hablaron de su pelaje. Negranoche trató de levantarse, más la horda ya lo había atrapado. Los aullidos retumbaron entre los lamentos y me estremecieron el corazón. El ululato del aire se transformó en una súplica de gemidos que imploran ayuda.

Chocamos con Ángela, quien se estaba ahogando en la neblina. Nos hicimos hacia atrás. Ángela levantó la mano y lo que parecía un tronco enorme la aplastó. Más etre el caos, alcancé a distinguir que no se trataba de un tronco, sino de una de las patas de Tifón. Ese miembro antiguo y cubierto de hiedra era parte de esa creatura monstruosa. Su pata estaba recubierta de ramas y musgos, la hiedra bajaba de él como si fuera una montaña, había árboles creciendo de su pantorrilla y de entre las raíces que la envolvían, emanaba la niebla negra.

Dos podridos más se acercaron por la derecha. Como no tenía armas, saqué el violín y le di en la cara a uno de ellos, pero la mano huesuda del otro me asió del lado izquierdo. Las correas de mi mochila se tensaron. Me solté de Sandi y de Ermi. Una mano esquelética me jaloneo del hombro y di una vuelta sobre mi propio eje. Quedé sólo a unos cuantos centímetros de la boca de un podrido como la víctima de un vampiro hambriento.

Le solté un codazo al podrido y me dejó caer. Mi cabeza se llenó de palpitaciones, mi cuerpo estaba ardiendo y no podía respirar. Tenía que huir, eso era lo único que pasaba por mi mente. Di un paso al frente y de un tirón regresé a mi lugar. Volteé y encontré una mano podrida aferrada a mi mochila, los largos dedos verdes y repletos de postulas, envolvían la agarradera y me jalaban hacia un hocico abierto.

Puse toda mi fuerza en escapar, con la fe de que el podrido me soltaría o de que sus miembros putrefactos se desgarraran para que yo alcanzara a huir. Apreté los dientes y grité. Mis pantorrillas se endurecieron y mis muslos ardieron. Las correas de la mochila se tensaron y apretaron mis hombros. Era como si un ente invisible tirara de mis brazos para sacarlos de sus cuencas.

Vi la silueta de la taquilla a unos cuantos metros de mí, apenas y podía definirla debido a la neblina y el caos. Enfoqué mi atención y puse toda mi voluntad en llegar a ese edificio, en atravesar el hoyo que Ermenegildo había logrado hacer en la barricada, en sobrevivir.

Algo andaba mal. En vez de hacerme hacia delante y ver aquella silueta acercarse, la silueta se hacía cada vez más pequeña. Mis botas se deslizaban en el suelo como si estuviera embarrado de aceite. Miré hacia abajo y encontré una mezcla de sangre y cuerpos de podrido aplastados. Mi corazón casi se me revienta en el pecho.

Otro jalón a mi mochila y esta vez no puse ninguna resistencia. El podrido me tomó del cabello y acercó su hocico chimuelo a mí cráneo. Su aliento me estrujó el cerebro y el estómago. Me desenganché de la mochila y me hice hacia abajo. Los pocos dientes del podrido chocaron unos contra otros. Me ardió el cuero cabelludo, pues había dejado un par mechones entre los dedos del podrido, pero había escapado.




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