El Jardín de los No Muertos

16. Cooldown

‒¡Pónganse los cubrebocas! ‒grité.

Tacleé a Sandi y fuimos a dar contra la barra de la cocina. El saco se hinchó. La puerta hizo un rechinido agudo y quedó abierta. Afuera, la piel verdosa que recubría el saco se tensó y algunas venas que conectaban con los hongos en la piel del podrido, palpitaron hasta desgarrarse. Los tres nos protegimos la cara y nos hicimos hacia atrás. El saco explotó y del interior salió una cortina de humo verduzca repleta de esporas anaranjadas, las cuales se pegaron a la pared formando musgo. Me acomodé el cubrebocas y cerré la puerta de una patada.

La hiedra y los árboles cercanos al restaurante incrementaron su tamaño. La estructura del restaurante se tambaleó. La ventana de la izquierda se hizo añicos y las columnas de madera que soportaban la construcción crujieron hasta inclinarse. La nube verduzca de esporas se coló por las grietas en la pared y bajo el resquicio de la puerta. Me hice hacia atrás y me aseguré de que todos trajéramos nuestros cubrebocas puestos.

Un golpe seco irrumpió en la atmosfera y el techo estalló. Me cubrí del derrumbe y me quedé perplejo al ver aterrizar a una silueta dibujada entre la nube de esporas por la luz del sol. Cuatro alas gigantes regresaron a la espalda de aquel monstruo cuya forma fornida y alargada se erguía frente a nosotros.

‒¿Qué tenemos aquí? ‒dijo la voz suave de mujer, el tono era tranquilo y con un toque musical en los acentos.

La criatura dio un paso al frente y sus garras quebraron el piso. La cortina de esporas se disipó y reveló a un monstruo que ahuyentó incluso los gritos de horror que se refugiaban en el fondo de mi garganta. Tenía un rostro fino y pálido, ausente de cabello. En la superficie de su cabeza calva relucían cicatrices y cortes grotezco que que la hacían parecer un mutante. Sus orejas eran puntiagudas y su tez era de un gris que sólo podría encontrarse en las lápidas olvidadas de los cementerios. Le hacía falta un ojo más el otro brillaba con un tono carmín. Le falta también la nariz y sus horrendas fosas nasales veían de frente como las de un cráneo. Desde el hombro, la piel de sus brazos largos adquiría la textura craquelada del lodo seco. Lo mismo sucedía con sus piernas a partir del muslo, eran tierra craquelada, seca y árida envuelta en raíces. Por pies, tenía tres filosas garras, estas no relucían, al contrario, estaban opacas por la suciedad y los resto de sangre.

El monstruo pateó una mesa y al hacer un grito agudo, sacó los dos pares de alas delgadas y alargadas, como las de una libélula. El moviento generó un impacto de aire que nos empujó. La criatura hizo mueca de gozo al ver las sillas voltearse y los bancos romper los ventanales.

Sandi, Ermenegildo y yo subimos las escaleras y al llegar a la barrica, la ventana de arriba estalló. Nos cubrimos de los pedazos de vidrio. Nos cubrimos de la filosa llovizna. Sandi resbaló y bajó la escalinata de sentón hasta llegar al primer piso. Una más de esas cosas entró por la ventana y sobrevoló el restaurante haciendo una risa gélida y perturbadora. Ella tenía el cabello chino y corto. Le hacían falta ambos ojos y compensaba esa ausencia con una nariz alargada, que hacía resaltar sus encías amarillas.

Saltamos la mitad de los escalones para ayudar a Sandi. La criatura que sobrevolaba el lugar trató de alcanzarnos. Levantamos a Sandi y saltamos al otro lado de la barra del bar. La criatura alada bajó a prisa y sus garras alcanzaron a rozar el tirante de mi overol y lo rompieron. El monstruo que había entrado por el techo caminó lento hacia nosotros. Pateó un mesa hacia la barra y esta se impactó contra la pared y reventó las botellas vacías y dejó una cuarteadura profunda en el espejo de la pared.

Ermi y yo atacamos con lo que encontramos a nuestro alcance. Lanzamos vasos llenos de insectos, botellas y platos. El monstruo alargó sus garras y tomó a Ermenegildo del cuello.

‒¡Jiro! ‒gritó Sandi al deslizar por la barda un cuchillo que había sacado del fregadero.

En cuanto lo agarré, lo clavé en el brazo de la criatura. Lo que sea que fuera ese monstruo, chilló y soltó a Ermenegildo. La sangre café emanó por montones. Sus alas se movieron aceleradas y llenaron el aire de polvo e insectos que salieron volando.

‒¡Por aquí! ‒gritó Sandi, empujó una puerta y cayó de bruces en el suelo de la cocina.

Ermenegildo se agarró el cuello, lo tumbé al piso y seguimos a Sandi a gatas. Sandi corrió hacia la salida de emergencia al fondo de la cocina y nosotros la seguimos. Tumbé todo lo que encontré a mi paso, esperando fuera suficiente para detener al monstruo. Sandi trató de abrir la puerta de la salida, pero la hiedra y las raíces del exterior la habían sellado. Empujó un par de veces mientras la criatura entraba a la cocina.

Sandi empujó con todas sus fuerzas y algunas raices que bloqueaban la puerta se quebraron, dejando apenas espacio suficiente para alcanzar a pasar. 

Encuanto avanzamos dos pasos afuera del restaurante, aterizó una tercera de esas criaturas frente a nosotros. El golpe de aire me tumbó al piso. Esta, a diferencia de las otras, no tenía boca y su cabello era lacio cubierto de insectos y ramas. Sin previo aviso, como si sus movimientos fueran imposibles de descifrar, tomó a Sandi por el cabello y la levantó.

Sandi meneó las piernas tratando de liberarse. Ermenegildo le soltó a la criatura un puñetazo en el estómago y esta se dobló adolorida. Sandi logró atinar un codazo en la nariz del monstruo y esté al fin la soltó y dio un paso atrás para recobrar la compostura. La puerta trasera de la cocina del restaurante estalló y primer criatura, cuyo brazo emanaba sangre por montones, se aventó contra nosotros.

Me levanté de un brinco y jalé a Sandi. Salí corriendo por la avenida escuchando gritos y risas  a mis espaldas. El revoloteo de alas nos perseguía como el zumbido de moscos hambirento. Las tres criaturas volaron a unos cuantos metros de nosotros. Tantearon nuestros movimientos hasta que una de ellas bajó hacia Sandi y con las garras la tomó de la mochila. Sandi despegó los pies de la tierra y pataleó.




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