El Jardín de los No Muertos

18. Rhapsody

Como salido de un sueño miré al frente con temor. Las luces del edificio parpadearon y, tan pronto se había iluminado, la oficina se sumergió de nuevo en la oscuridad.

Una persona cubierta por un capuchón negro hecho jirones dio un paso al frente. Los tres corrimos de regreso a la salida de emergencia. La figura se deslizó fuera del elevador, su paso era casi tan lento como las últimas palpitaciones de un corazón roto. Las sombras escondían su cuerpo y lo hacía ver aún más alargado.

Sandi y yo empujamos los archiveros mientras Ermi se subió a la mesa para desatar el cinturón que barricaba la entrada.

‒¡Apúrale, Ermi! ‒grité.

Ermenegildo dio un jalón y cayó de sentón con el cinturón todavía en la mano. Sandi jaló la puerta, más la bisagra había quedado deformada y se atoró con el marco. La fuerza del impulso probocó que ella chocara contra la puerta y que se quedara tambaleando. Sandi trató de mantener el balance, pero sus pies se cruzaro haciendola resbalar. Su lanza salió volando al momento que ella caía de espaldas al piso.

La creatura llegó a la sección de los cubículos y al deslizarse acarició la pared con sus alargados dedos. La luna iluminó su silueto fantasmagórica. Quedé atónito al ver que uno de sus pies estaba descalzo y el otro no era más que huesos todavía con pedazos de músculo y sangre. Fenrir le gruñó y paró la cola. Ermenegildo le tiró una piedra que le dio en la capucha. Levanté mi palo de golf y preparé mi golpe. Aquella silueta tétrica se detuvo frente a nosotros. Sandi se apresuró a tomar su lanza del piso y se levantó apuntando al frente. El azulado brillo de la noche destelló en el cortador oxidado en la punta de su lanza y justo cuando la navaja iba a tocar el tórax del intruso, este detuvo la estocada.

El resplandor de la luna cruzó por los amplios ventanales y alumbró un rostro desfigurado, a pesar de ello, la capucha mantuvo sus ojos escondidos. Parecía un hombre de barba corta, de la nariz al cuello tenía tres cortadas que habían cicatrizado hacía mucho tiempo, dejando tres líneas sin pelo en su barbilla. Subió su brazo y la manga cayó al codo revelando los huesos de sus dedos.

‒Ayúdame ‒murmuró con la voz de Sandi.

‒Sal de aquí ‒respondió ella apretando la lanza hacia el frente, más la lanza no se movió ni un centímetro.

‒¿Tregua? ‒musitó con la voz de Sandi.

Sandi se echó para atrás y alejó su lanza.

‒Eso... ‒balbuceó ella.

‒Nunca vamos a salir de aquí ‒respondió el hombre con la voz de Sandi ‒. Estamos encerrados en unas oficinas que apesta a pescado y estamos rodeados ‒dijo con mi voz.

Sus labios apenas y se movieron. Cada palabra parecía desgarrarle la garganta al punto de que una línea de sangre escurrió por su barbilla.

‒Llevas aquí desde que llegamos ‒musité a media voz al bajar mi palo de golf.

‒¿Tregua? ‒volvió a decir con la voz de Sandi.

El sujeto sacó su mano huesuda y señalo hacia la esquina de la ventana, desde donde se alcanzaba a ver un tramo del río.

‒Quiero ayudar ‒dijo en la voz de un niño pequeño y luego con mi voz agregó ‒. Estamos encerrados en unas oficinas.

Señaló nuevamente hacia el río. Los tres dimos un paso atrás y juntamos las cabezas sin quitar la mirada de él.

‒No entiendo ‒murmuró Ermenegildo ‒. ¿Nos quiere ayudar?

‒Eso parece ‒contesté.

‒La verdadera pregunta es: ¿Por qué quiere hacerlo? ‒cuestionó Sandi.

‒Tal vez le gusta ayudar gente ‒aventuró Ermenegildo.

‒¡Qué brillante eres! ‒comentó Sandi ‒. Seguramente nos ayuda por la bondad de su corazón.

Ermi enmudeció y escondió su mirada.

‒Tranquilo ‒dije dándole una palmada en la espalda ‒, el sarcasmo es su forma de decir que le caes bien.

El chico levantó la cara y sonrió.

‒¿Dónde se estaba escondiendo‒pregunté con la vista clavada en el ventanal.

‒Tal vez tiene un pasadizo secreto ‒aventuró Ermi.

‒O usó las coladeras ‒sugirió Sandi.

‒Dudo que los edificios tengan entradas a las coladeras ‒contesté ‒. Tal vez tiene una zona segura en el alguno de los pisos que no revisamos.

‒A lo mejor por eso quiere deshacerse de nosotros ‒señaló Sandi.

‒¿Qué hacemos? ‒cuestionó Ermenegildo.

Volteé de reojo hacia el extraño. Los huesos descubiertos de su pierna me helaron la sangre. Di un vistazo a la ventana y otro a las pocas botellas de agua que nos quedaban. El brillo de la luna me hizo mirar a Sandi con otros ojos, pues el color azulado detalló los huesos de sus pómulos, hizo visible la ausencia de mejillas y la sequedad de sus labios. Mi estómago gruñó y escondí el ruido bajo una tos falsa. Mis costillas sobresalían. Me percaté de que la ropa que había encontrado, aunque había sido de mi talla en el viejo mundo, en el nuevo me quedaba holgada.

‒Creo que deberíamos ir con él ‒repuse.

‒Jiro, tengo una superidea ‒contestó Sandi ‒. ¿Por qué no confiamos en el tipo medio muerto que repite nuestras voces y prendió las luces del edificio?

‒No dije que teníamos que confiar en él ‒repliqué apretando los dientes.

‒Era broma ‒contestó ella ‒. La verdad es que creo que tienes razón.

‒¿Eso significa que estás de acuerdo con que vayamos con él? ‒cuestioné confundido ‒. Espera... ¿Estás de acuerdo conmigo?

‒Sí ‒repuso Sandi con los hombros caídos ‒. Digo, no creo que deberíamos confiar en él, pero ¿qué otra cosa vamos a hacer? No tenemos comida ni agua y la calle está atascada de podridos, quién sabe qué otras cosas más están esperándonos afuera. En el mejor de los casos, nos quedamos y los podridos nunca entran, lo que significa que nosotros no podemos salir y terminamos igual que huesitos, el tipo de la oficina. La otra opción es que los podridos o esas cosas voladoras entren aquí –

Libeluloicas ‒interrumpí ‒. O Erinas, todavía no me decido por un nombre.




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