El Jardín de los No Muertos

21. Tempo

Ya no podía escuchar la lluvia ni alcanzaba a ver el horizonte, sólo oía los gruñidos hambrientos y veía horrorizado los rostros muertos, las miradas perdidas, las encías hinchadas y los pedazos de carne atorados entre sus dientes. Cerré los ojos y me empujé contra los barrotes de la jaula. La mezcla de terror y asco me dejó atónito.

‒Vamos a morir ‒lloró Ermi ‒. Jiro, tengo que decir la verdad. No soy un sobreviviente. Cuando esto empezó mis papás se la pasaban pelando sólo a mis hermanos y me salí de dónde estábamos escondidos a jugar fut y le pegué a un carro y llegaron los podridos y salí corriendo para que no me atraparan y cuando me dejaron de perseguir ya no sabía en donde estaba y así llegué a la comunidad. Me perdí, Jiro. Siempre he estado sólo, en la comunidad, en mi casa, incluso antes de que se acabara el mundo no tenía amigos.

‒Ermi, tranquilo ‒dije controlando mi respiración ‒. Vamos a salir de esta.

‒¿Cómo? ‒gritó desesperado ‒. Y me gusta Sandi. No quería dejarla. Y me da miedo la oscura y quiero jugar futbol contigo. ¡No quiero morir solo!

‒Ermi, tranquilízate ‒ordené ‒. Y deja de mentir.

‒Es la primera vez que digo la verdad ‒contestó él haciendo la cara hacia atrás para evitar que uno de los podridos lo arañara.

‒No, ‒contesté soltando una patada a un podrido ‒. No estás sólo, estás con un amigo. Vamos a salir de esta. ¿Entendiste?

Ermi asintió con la cara rojiza y llena de lágrimas. Busqué a mi alrededor por algo que pudiera salvarnos, pero la oscuridad en la mansión era inmensurable y la jaula era pequeña. Sonó un relámpago y una luz blanca iluminó a un hombre bajando por las escaleras, estaba pálido y manchado de sangre.

El trueno extendió su existencia y la luz vibró en las paredes, iluminó la cara del hombre llena de números tatuados, y parecía como si alguien le hubiera intentado cortar el cabello a mordidas. Cuando vi su mirada bicolor, los recuerdos invadieron mi mente, pues en algún momento llegué a conocer su rostro mejor que el mío. Sin embargo, eso había sido en el viejo mundo, en el nuevo mundo sus ojos eran distintos: uno era verde igual que antes, pero el otro estaba blanco y en vez de pupilas tenía dos manecillas marcando las seis en punto. Busqué la herida que él solía tener sobre el labio para asegurarme de que no fuera una ilusión, tal vez alguien se apropió de la mansión Wolfeinsmart, tal vez mi mejor estaba bien. Mi alma se destrozó, pues ahí estaba el corte antiguo.

‒Fede ‒murmuré antes de que las garras de un podrido se aferraran a mi cabello ‒. ¡Fede, ayúdanos!

Los apestosos dedos  del podridoa se envolvieron entre los mechones de mi cabello. Me jaló hacia su boca y meneó sus manos de izquierda a derecha casi arrancándome el cuero cabelludo. Abrió el hocico chimuelo, pero mordió los barrotes. Sus dientes se cuartearon por la fuerza de la mordida. Me agarré de su mano echada a perder y traté de zafarme. Sus garras se habían enredado. Cada que empujaba su brazo me ardía la cabeza. El podrido apretó el cráneo contra los barrotes y su lengua morada y opaca relamió el aire. Me solté del podrido y me empujé al fondo de la jaula. Él embistió con tal fuerza y hambre que los barrotes reventaron sus cejas, y siguió enpujandose al frente. Los músculos de sus labios se jalaron hacia atrás agrandando su sonrisa hasta revelar sus muelas negras y cariadas. Los pedazos de piel vieja cayeron al piso con un golpe viscoso, más no se detuvo hasta que su cráneo reventó y su cabeza destrozada había entrado a la jaula.

‒¡Fede, ayúdanos! ‒volvía gritar acertándole una patada en la mandíbula al podrido.

El chico se detuvo a un metro de nosotros a observarnos. Inclinó el rostro y del filo de su barbilla, goteó un líquido espeso.

‒Jiro, Jiro, Jiro, ‒respondió con una sonrisa que brilló en la oscuridad ‒. Tak, tak, tak.

El podrido estiró el cuello y amenazó con modernos. La piel de su cuello se desgarró y los músculos de sus hombros palpitaron y llenaron de sangre coagulada el hierro. Otro relámpago resonó afuera de la casa. El cadáver dentelló los dientes frente a mi cara. La luz azulada iluminó los ojos níveos del podrido. Sus córneas tenían una capa acuosa que opacaban el color antiguo de sus pupilas. Fede dio media vuelta ondeando su faldón alargado y subió las escaleras a paso lento.

‒¡No te vayas! ‒aulló Ermi aferrado a los barrotes.

Los podridos se abalanzaron contra la jaula. Ermi y yo nos pegamos a las rejillas y el hierro empujó mis huesos. Las garras del podrido acariciaron mi garganta. Escuché una explosión en el segundo piso y las luces de la casa titilaron. El cielo se llenó de relámpagos azulados que electrificaron a los podridos.

Los podridos dejaron de gruñir y sus extremidades se volvieron flácidas. La cara frente a mi rostro quedó atascada entre los barrotes, despidiendo una delgada nube de humo por la boca. No se le llamaría vida, pues supuse que ya no estaban vivos, pero sea lo que fuera que les daba energía, abandonó por completo sus cuerpos y un olor a carne chamuscada permaneció en el aire.

La tormenta eléctrica se detuvo, pero la lluvia seguía cayendo a cántaros. Ermi y yo miramos en silencio a los cuerpos inanimados a unos centímetros de nosotros. Fenrir se metió a la jaula y con un maullido agudo se cobijó entre mi costilla y me abrazó. Mi boca estaba seca y el palpitar de mi corazón aún resonaba en mis tímpanos. Me temblaban las manos. Habíamos estado tan cerca de morir y no había visto mi vida en un segundo como decían las películas, pero había un rostro en mi mente, una silueta que aumentaba las revoluciones en mi pecho y me daba más que nada, vida y esperanza.

Las paredes de la mansión rechinaron. Volteé hacia la oscuridad. Fede descendió por las escaleras sujetando una veladora alargada con la imagen de un santo en el vaso. La flama iluminó una mancha de lodo seco en su barbilla redonda y el número once tatuado a unos cuantos centímetros de su labio. Me empujé contra los barrotes y lo observé entrar a la sala y perderse en la oscuridad.




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