La tormenta caía con furia sobre la ciudad, azotando los ventanales del club más exclusivo de toda la aristocracia. Entre copas de cristal y murmullos ahogados, la ruina de un hombre se sellaba con un simple movimiento de manos.
—Has perdido, señor Morel —dijo Lucien Valmont, con la voz tan fría como el acero de su reloj de bolsillo.
El humo de los cigarrillos flotaba entre ellos, enredándose con el aroma metálico de la desesperación. El padre de Ariadna, un hombre de mirada vidriosa y temblor en las manos, dejó caer las cartas sobre la mesa. La última ficha había sido jugada. La fortuna de los Morel se había evaporado.
—Puedo... puedo conseguirte el dinero —balbuceó el hombre, limpiándose el sudor de la frente — Solo dame unos días.
Lucien esbozó una sonrisa sin alegría.
—¿Unos días? Ya te di semanas, Morel. Lo único que has sabido hacer es mentir.
El reloj marcó la medianoche. Y con ese último tic, el destino se torció.
—Entonces... tómalo todo. La casa, el negocio, las tierras... —La voz de Morel se quebró—. Pero no me quites la vida.
Lucien lo observó en silencio. Su mirada, de un gris tormentoso, no reflejaba compasión alguna.
—No quiero tu vida. —Dejó el vaso sobre la mesa con un sonido seco— Quiero algo mucho más valioso.
El hombre lo miró, confundido. Lucien acercó su rostro y susurró con una calma escalofriante:
—Tu hija.
El silencio cayó como un trueno. El corazón de Morel se detuvo un instante.
—¡No! Ariadna no tiene nada que ver con esto.
Lucien se inclinó hacia atrás, sin apartar la mirada.
—No te pedí tu opinión. Es el único pago que me interesa.
Un rayo iluminó la estancia, revelando el rostro de la Bestia de Valmont. No era monstruoso por fuera, sino por dentro. Su belleza era un insulto a la misericordia.
—Si rechazas mi trato, mañana mismo estarás arruinado y en prisión —añadió con voz suave — Pero si aceptas… tu hija vivirá bajo mi cuidado. No le faltará nada. Excepto libertad.
El hombre bajó la cabeza, derrotado.
—¿Qué harás con ella?
Lucien sonrió con una sombra de tristeza.
—Redimir mis pecados… o arrastrarla a ellos.
Horas después, un carruaje negro se detuvo frente a la humilde casa de los Morel. Ariadna despertó sobresaltada al oír golpes en la puerta. Su padre entró en la habitación empapado por la lluvia, con los ojos desorbitados.
—Hija… empaca tus cosas. —Su voz temblaba —.Irás a trabajar a una mansión.
—¿Qué? ¿A esta hora? ¿Por qué?
No hubo respuesta. Solo silencio y culpa. Dos hombres vestidos de negro la escoltaron hasta el carruaje. Ariadna no entendía nada. El aire olía a despedida y a traición.
Dentro del carruaje, el interior era oscuro, forrado en terciopelo rojo. Frente a ella, sentado con el porte de un rey condenado, estaba él. Lucien Valmont. Su mirada la recorrió despacio, como si midiera su resistencia.
—Bienvenida al Jardín del Pecado, señorita Morel —murmuró con voz grave— Desde esta noche, tu destino me pertenece.
El carruaje avanzó en medio de la tormenta, alejándose de la ciudad, del pasado… y de toda esperanza. Ariadna apretó los puños con rabia y miedo. Pero al cruzar los altos portones de hierro, una certeza la estremeció: esa mansión sería su cárcel… o su ruina. Y en algún lugar del jardín, entre las rosas negras que parecían sangrar bajo la lluvia, algo la observaba. Algo vivo. Algo que la esperaba desde siempre.
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Editado: 19.10.2025