La niebla cubría el bosque como un manto de humo. El carruaje avanzaba lento, crujiente, entre los árboles deformes que parecían observarla. Ariadna no podía ver el rostro del cochero; solo sentía el trote de los caballos y el traqueteo de las ruedas sobre el empedrado. Afuera, el viento rugía como si quisiera advertirle que aún podía escapar. Pero ya era tarde. Las palabras del hombre frente a ella seguían repitiéndose en su mente:
Desde esta noche, tu destino me pertenece.
Lucien Valmont. El nombre que muchos pronunciaban en voz baja, como si bastara mencionarlo para invocar una maldición. Ariadna lo observó de reojo. Su silueta alta y erguida se recortaba bajo la luz del relámpago que atravesó fugazmente la ventana. Vestía de negro, con un abrigo largo que apenas dejaba ver la camisa de seda y el cuello blanco perfectamente abotonado. En su mano derecha sostenía un bastón de ébano con empuñadura de plata. No era un adorno; era una advertencia.
Lucien giró el rostro hacia ella. Sus ojos, de un gris metálico casi translúcido, parecían atravesar todo lo que miraban.
—¿Temes a la oscuridad, señorita Morel? —preguntó con voz baja, melódica y cruel.
Ariadna lo miró directo, conteniendo el temblor de sus manos.
—No temo a la oscuridad, señor Valmont. Temo a quienes se esconden detrás de ella.
Una ligera sonrisa deformó el rostro de Lucien, apenas perceptible.
—Entonces aprenderás que, a veces, la oscuridad es más honesta que la luz.
El silencio se alargó. Solo el repiqueteo de la lluvia contra el techo del carruaje acompañaba sus pensamientos. Cuando el vehículo se detuvo, Ariadna contuvo el aliento.
Frente a ella se alzaba la mansión Valmont. Era enorme, gótica, rodeada por un jardín de rosas negras que parecían absorber la poca luz que quedaba. Las estatuas de mármol, cubiertas de musgo, representaban ángeles caídos, mujeres llorando y bestias aladas con alas rotas. Las ventanas, altas y estrechas, resplandecían débilmente tras las cortinas. Era una casa hecha de silencio y pecados antiguos. El mayordomo, un hombre anciano de rostro huesudo, abrió la puerta del carruaje.
—Bienvenida a Valmont Manor, señorita —dijo, sin expresión.
Ariadna descendió. El suelo estaba cubierto por pétalos oscuros. Lucien se bajó después, sin ayudarla, caminando con paso firme hasta las escalinatas.
—Seguirás las reglas que te indique el personal —dijo sin mirarla — No saldrás del ala este. No entrarás al jardín interior sin permiso. Y nunca, bajo ninguna circunstancia, cruzarás la galería de los espejos.
—¿Por qué? —preguntó Ariadna, incapaz de contenerse.
Lucien giró lentamente la cabeza hacia ella.
—Porque hay puertas que, una vez abiertas, no vuelven a cerrarse.
La mansión olía a incienso, cera y madera antigua. El sonido de sus pasos resonaba por los pasillos decorados con cuadros oscuros y cortinas pesadas. Las paredes estaban llenas de retratos de los antepasados Valmont: rostros severos, miradas vacías. En uno de los cuadros, un hombre joven sostenía una rosa negra. Ariadna se estremeció. Ese rostro era idéntico al de Lucien. La doncella asignada, una mujer joven de cabello trenzado y manos delgadas, la guio hasta una habitación en el segundo piso.
—Este será su cuarto, señorita —dijo, bajando la mirada— Si necesita algo, toque la campana. La cena será servida en una hora.
Cuando se quedó sola, Ariadna miró alrededor. El cuarto era hermoso y frío: una cama con dosel, cortinas de terciopelo, un tocador con espejo ovalado, y junto a la ventana, un jarrón con una sola rosa negra. Ariadna se acercó. La flor parecía viva, palpitante. Al tocar sus pétalos, sintió un leve pinchazo. Una gota de sangre resbaló por su dedo y cayó sobre el mármol. El aire del cuarto cambió, como si algo invisible hubiera despertado.Detrás de ella, la puerta se abrió.
—Te dije que no tocaras nada sin permiso —murmuró una voz baja, grave.
Ariadna se giró sobresaltada. Lucien estaba allí, apoyado contra el marco de la puerta, observándola con una mezcla de fastidio y curiosidad. Su presencia llenaba la habitación, robando el aire.
—No sabía que esta flor tenía dueño — replicó ella, intentando mantener la compostura.
—En esta casa, todo tiene dueño. Incluso el aire que respiras.
Él caminó hacia ella, deteniéndose tan cerca que Ariadna sintió el calor de su cuerpo a pesar del frío. Lucien alzó su mano y tomó la suya. Su piel era helada. Al ver la gota de sangre, sonrió de forma casi imperceptible.
—Las rosas negras de Valmont no perdonan. Crecen donde se derrama sangre. —Levantó su dedo hasta la altura de sus labios, observando el rastro escarlata— Ahora ya perteneces al jardín.
Ariadna retiró la mano con fuerza..
—No pertenezco a nadie.
Lucien la observó con una calma peligrosa.
—Eso creí también… hasta que fue demasiado tarde.
Y se marchó sin más. Esa noche, Ariadna no pudo dormir. Desde su ventana veía el jardín, un mar oscuro de flores imposibles. A lo lejos, una estatua en forma de mujer parecía mirarla. El viento movía las ramas de los rosales, que se agitaban como si respiraran. Cerró los ojos e intentó recordar el rostro de su padre, pero solo le llegaban fragmentos del pasado: el sonido de las cartas cayendo, la voz quebrada, el contrato firmado.
Vendida.
La palabra la perseguía como una sombra. Días después, la rutina se volvió un ritual de silencios. Lucien comía solo, siempre vestido impecablemente, leyendo cartas que nunca respondía. Hablaba poco, y cuando lo hacía, sus palabras eran órdenes. Pero Ariadna notaba algo en él, algo que no coincidía con su reputación. Había tristeza en sus ojos. Y rabia. Mucha rabia.
Una tarde, mientras caminaba por el corredor del ala este, Ariadna escuchó un sonido: música. Una melodía de piano, triste y hermosa, provenía del piso inferior. Siguiendo el eco, llegó hasta una puerta entreabierta. Dentro, Lucien tocaba un viejo piano de cola. La luz de las velas dibujaba sombras sobre su rostro. Tenía los ojos cerrados, y por primera vez, no parecía un monstruo, sino un hombre roto.
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Editado: 19.10.2025