No fue un estallido; fue un susurro que creció desde el vientre de las nubes hasta tensar el aire como una cuerda a punto de romperse. Ariadna abrió los ojos en la oscuridad de su cuarto y supo, con esa certeza que no requiere pruebas, que algo la estaba llamando desde el jardín.
El reloj del pasillo, un viejo artefacto de péndulo con números romanos, dio las tres y tres con una cadencia irregular, casi doliente. Cada golpe expandió un eco húmedo por la madera de la mansión, como si el tiempo mismo se mojara en la lluvia. Entonces lo oyó: un roce, casi un aliento, justo detrás de su ventana.
Se incorporó despacio. El dosel de la cama tejía sombras en el techo; la cortina, pesada, se movía por un soplo invisible. Cuando apartó la tela, una brisa helada le cortó las mejillas. El vidrio estaba empañado por dentro y por fuera, como si dos mundos respiraran a la vez.
Con la yema del dedo, Ariadna dibujó un círculo en el vaho. Más allá, la noche era una sábana de tinta. Y allí —imposible confundirlo—, el jardín respiraba. No era una ilusión: las rosas se mecían con una lentitud deliberada, las enredaderas se recogían y volvían a estirarse como dedos flacos, y las estatuas parecían humedecerse, brillando con un lustre gris que no era lluvia ni rocío. El susurro volvió, apenas un hilo:
—Ariadna.
Se le erizó la nuca. No era la voz grave de Lucien, ni la de un alma en pena. Era… la suya. Su propia voz, repetida con un timbre ajeno, pronunciando su nombre con una ternura que nunca se había permitido. Retrocedió, tropezó con la pata del tocador y apoyó la mano sobre el mármol. El jarrón con la rosa negra vibró levemente.
—Basta —se dijo en voz baja—. Es la tormenta, nada más.
Pero el jardín seguía respirando. Y ella también, cada vez más rápido, como si el ritmo de su pecho buscara acompasarse con ese aliento vegetal. Entonces lo decidió: salir. No por valentía. Por rabia. Por el insulto íntimo de sentir que algo un jardín, una casa, un apellido pretendía dictarle su pulso.
Se calzó las botas, se envolvió en la capa y, sin encender la lámpara, abrió la puerta. El pasillo estaba vacío. Encendió una vela en el candelabro de pared; su fuego naciente talló una hebra dorada en la penumbra. Caminó descalza sobre la alfombra hasta la escalera. A mitad de tramo, la vela titiló. Un aire frío subía de la planta baja, salado como si el mar hubiese entrado por las ventanas.
No hay mar, pensó. La mansión inventa uno cuando quiere.
La idea la hizo sonreír, apenas. Sentirse capaz de nombrar el capricho de la casa le devolvía un gramo de control. En el rellano se detuvo. A la derecha, el corredor hacia la galería de los espejos: prohibida. A la izquierda, el vestíbulo y las puertas de cristal que daban al jardín: permitidas solo “con permiso”. Recordó la frase de Lucien:
Hay puertas que, una vez abiertas, no vuelven a cerrarse.
Una parte de ella la dócil, la que todavía olía a casa pobre y jabón barato quiso obedecer. La otra, la que aprendía deprisa a sobrevivir a Valmont, giró la vela hacia la derecha.
El primer espejo devolvió su figura más alta de lo real, con el cuello más largo y los ojos más hundidos. El segundo la empequeñeció, niña otra vez, con la boca mordida de miedo. En el tercero, su rostro estaba nítido, pero detrás de ella, no en el pasillo real, sino solo en el espejo, había una sombra. No era forma humana. Era como la silueta de un rosal erguida sobre dos piernas, tallos por costillas, espinas por dientes. Parpadeó. La sombra no desapareció: la saludó, inclinando levemente lo que podría ser su cabeza. Ariadna siguió caminando; el espejo se quedó atrás, pero el escalofrío la alcanzó en la espalda.
A mitad de la galería, una ráfaga apagó la vela. La oscuridad fue tan completa que escuchó su propia sangre, sorda, insistente. Avanzó a tientas, tocando marcos dorados, hasta que sus dedos chocaron contra una moldura distinta: no era madera, sino hierro. Siguió ese borde y encontró una puerta estrecha, encajada en la pared como una pestaña oculta bajo maquillaje espeso.
Palpó buscando un picaporte. No había. Solo un relieve, casi imperceptible, de forma heráldica. Frotó con la palma: sintió un lirio y una serpiente trenzados. El emblema Valmont.
—Estabas —susurró, sin saber a quién hablaba—. Claro que estabas.
Cuando apoyó la frente en el hierro, una corriente cálida le subió por las manos, como si del otro lado alguien también apoyara su piel. Y entonces, en el silencio, oyó con nitidez la voz que la había despertado:
—No pronuncies mi nombre, o entrarás.
Ariadna no sabía ese nombre. No necesitaba saberlo para obedecer. Al retirar la frente, un chasquido delicado recorrió la puerta desde arriba hasta abajo, como si la hubiesen descosido de adentro. Un resplandor mínimo, verdoso, señaló una rendija. La empujó. No cedió.
—Llaves… —murmuró—. Siempre hay llaves.
Bajó de nuevo por la galería, tanteando los pedestales, palpando bajo los marcos, tocando las costuras del papel tapiz. Nada. Encendió la vela con una segunda cerilla y un brillo ínfimo le devolvió un detalle que antes no había visto: la fuente seca del centro de la sala tenía en el borde una línea de espinas de hierro. Una de ellas, la más discreta, tenía la punta ausente. Apenas un muñón redondeado.
Se inclinó. Debajo, escondida sobre un gancho, colgaba una espina negra, perfecta, del tamaño de un dedo meñique. La espina no parecía metal, tampoco hueso. Era algo entre ambos. La tomó; le pesó más de lo esperado, como si contuviera una gota solidificada de noche.
Cuando la acercó a la cerradura invisible, la rendija del hierro suspiró. La puerta aceptó la espina con un rumor de plata fresca y se abrió medio palmo. Del otro lado, un aire templado le acarició la cara. Olía a tierra mojada, a incienso suave, a fruta lamida por la sombra.
#3432 en Novela romántica
#329 en Thriller
#146 en Misterio
#darkromance, #romanceoscuro #mafiaromance, #romancepsicologico
Editado: 19.10.2025