El Jardín Del Pecado

La noche en que el jardín respiró (Parte 2)

El primer escalón cedió bajo su pie como si estuviera hecho de carne húmeda. Ariadna contuvo la respiración. La lámpara de Lucien osciló arriba, lanzando reflejos que parecían arañar el aire.

—No bajes —repitió él, y su voz tembló, rota por una emoción que ella no le había escuchado jamás— No entiendes lo que hay ahí. No es para ti.

—Entonces, ¿para quién es? —preguntó Ariadna, sin volverse.

Lucien no respondió. El silencio de su miedo era más elocuente que cualquier advertencia.

La oscuridad la tragó a medida que descendía. Las paredes, cubiertas de raíces, rezumaban una humedad tibia, y en el fondo, un rumor de agua latía como un corazón cansado. El aire olía a tierra vieja, a metal y a algo más: culpa. El pasaje giró tres veces, otra vez tres, y desembocó en una galería subterránea iluminada por una luz verdosa que no tenía origen visible. En el centro, una columna de mármol sostenía una urna transparente, y dentro de ella, una flor suspendida en líquido espeso: una rosa blanca, intacta, que no envejecía. Su belleza era sobrenatural, casi ofensiva.

—La pureza… —susurró una voz femenina, la misma que la había guiado antes — Él la escondió aquí, cuando ya no pudo sostenerla.

Ariadna dio un paso adelante. La rosa flotaba inmóvil, pero un movimiento sutil dentro del líquido la hizo pensar que respiraba. Debajo de la urna, una inscripción tallada en piedra:

Que el amor que no pudo morir, duerma donde la luz no alcanza.

De pronto lo comprendió. Élise. La mujer del retrato. La que Lucien amó y perdió. El aire vibró, y un suspiro recorrió el lugar como una corriente de agua fría. El suelo se estremeció. La voz volvió, más cerca, casi en su oído:

—Él me encerró aquí… para no recordar lo que hizo.

—¿Quién eres? —preguntó Ariadna, aunque en su interior ya lo sabía.

—Lo que queda de ella. Lo que aún lo ama. Lo que tú reemplazarás cuando el jardín te reclame.

El líquido de la urna empezó a agitarse. La rosa se marchitó en segundos, ennegrecida, hasta convertirse en una masa de pétalos podridos. La urna tembló, y el cristal se resquebrajó con un gemido. Ariadna retrocedió justo cuando el líquido se derramó, evaporándose al tocar el suelo. De la neblina emergió una figura. Una mujer de cabellos largos, piel pálida como cera, ojos color vino seco. Llevaba un vestido blanco manchado de sombras. Era hermosa. Y estaba muerta.

—¿Élise? —susurró Ariadna.

La aparición sonrió.

—Ese nombre ya no me pertenece. Él me borró… como borrará todo lo que toques.

—Lucien no es un monstruo —dijo Ariadna, más para convencerse que por defenderlo.

—¿No? —La voz de Élise se quebró, primero en tristeza, luego en furia— Pregúntale qué hizo cuando su promesa se rompió. Pregúntale por qué cada rosa negra crece con mi sangre.

Ariadna sintió que algo invisible le apretaba el pecho. La sombra avanzó, y el aire se volvió denso, casi sólido. El miedo era físico, como una mano cerrándose sobre su garganta. Pero aun así, no retrocedió.

—Si me quería muerta, ya lo habría hecho —dijo Ariadna con voz temblorosa— Si aún me retiene aquí, es porque no sabe cómo dejar de sentir.

La figura se detuvo, ladeó la cabeza.

—Eres valiente… o estúpida. —Su sonrisa era una grieta—. Pero hay una verdad que debes oír antes de amarlo.

El techo del túnel gimió. El eco de pasos resonó arriba: Lucien bajaba. Élise extendió una mano. En la palma, una espina brilló como plata bajo la luz verde.

—Si quieres liberarlo… clávale esto en el corazón. Cuando duerma. Solo así sabrás si el suyo aún late por ti… o por mí.

Ariadna no pudo responder. La espina flotó hacia ella, se posó sobre su mano abierta. Era liviana, casi cálida. La sombra se desvaneció con un último susurro:

—Recuerda, querida: en esta casa, el amor siempre exige sangre.

Lucien apareció en el arco de piedra, empapado de sudor y lluvia. El brillo de la lámpara le temblaba en la mano. Al verla viva, el alivio y el pavor se mezclaron en sus ojos.

—¿Qué hiciste? —preguntó, jadeando.

—Solo bajé —respondió Ariadna — Y encontré lo que escondiste.

Lucien se acercó hasta quedar frente a la urna rota. Sus manos temblaban.

—Dios mío… —murmuró— No debías verla.

—¿Por qué? ¿Porque destruye tu mentira?

—Porque la verdad te destruiría más rápido.

Ariadna dio un paso hacia él, desafiante.

—¿Qué le hiciste a Élise?

El golpe fue brutal: no de sus manos, sino de su voz.

—La maté —confesó, sin rodeos, con los dientes apretados — La amé tanto que cuando me traicionó, la maté… y después me odié lo suficiente como para querer revivirla.

El eco de esas palabras llenó la cámara. Ariadna lo miró horrorizada, pero no retrocedió.

—Entonces este jardín…

—Es mi castigo. —Lucien la miró con una sinceridad que hería— Y tú, Ariadna… tú eres mi error más hermoso. El jardín te eligió porque te pareces a ella, pero no eres ella.

—¿Y qué soy para ti, entonces? ¿Una copia? ¿Una redención?

—Eres lo que puede salvarme… o acabar lo que empecé.

El aire se quebró entre ellos. Lucien levantó una mano, rozó su mejilla con la suavidad de quien toca un recuerdo y no una mujer. Ariadna tembló, no de miedo, sino de la gravedad de ese gesto. Sus ojos se encontraron, y por un segundo el mundo fue solo eso: la colisión de dos almas que se negaban a rendirse. Pero el suelo volvió a temblar. El líquido derramado se movía, reptando como una serpiente de sombra. La luz verde se apagó de golpe. La lámpara cayó de la mano de Lucien y rodó, arrojando destellos de fuego sobre las raíces.

—¡Corre! —gritó él, sujetándola por la cintura.

Ariadna vio cómo el líquido oscuro trepaba por la columna, extendiéndose hacia ellos. De su superficie emergieron manos , blancas, femeninas, frías, buscando.
Lucien la empujó hacia las escaleras.

—¡No la dejes entrar en ti! —rugió.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.