La oscuridad tenía sabor a hierro. Cuando Ariadna abrió los ojos, lo primero que sintió fue el peso de la sangre seca en los labios, el olor a tierra húmeda y el murmullo distante del agua filtrándose entre las raíces. El techo del invernadero había desaparecido. O quizás ella había dejado de pertenecer a ese lugar. Todo era un caos de sombras ondulantes, un jardín invertido donde las flores parecían colgar del cielo.
Intentó incorporarse. El suelo respiró bajo sus manos. No era tierra. Era carne fría, translúcida. Un escalofrío le recorrió la columna. No estaba sola. Podía sentir una presencia cerca. No una figura física, sino una voz respirando dentro de su cabeza, acariciando sus pensamientos con dedos invisibles.
—Duele despertar en un cuerpo que no es del todo tuyo, ¿verdad? —susurró la voz.
Ariadna se llevó las manos al rostro. Su piel estaba húmeda, tibia.
—¿Quién eres? —preguntó, pero la pregunta sonó como un eco doble: su voz y otra, superpuesta, contestándose a sí misma.
—Soy la parte que intentas olvidar.
—No… —jadeó Ariadna—. No puedes ser real.
Una risa suave, femenina, se derramó dentro de su mente.
—¿Y tú? ¿Eres real, Ariadna? Porque cuando el jardín te tragó, lo que salió de allí no fue una sola alma… fueron dos.
La respiración se le volvió irregular. Miró sus manos y vio algo imposible: sus venas latían con un leve resplandor azul, como si una corriente ajena recorriera su sangre. Un segundo después, una imagen irrumpió en su mente: un espejo roto, una mujer de cabello blanco, labios carmesí, y una rosa marchita pegada al pecho.
—Élise —murmuró, y su voz tembló.
El silencio respondió con una sonrisa que podía sentirse.
—Finalmente recuerdas mi nombre.
El aire olía distinto ahora. Más denso. Más dulce. Ariadna se levantó, tambaleante, y descubrió que el invernadero estaba intacto. Ninguna grieta, ningún rastro de lo ocurrido. Todo había vuelto a la perfección. Incluso la fuente parecía más clara, más viva.
¿Fue un sueño?
Pensó, pero la sangre seca en su palma le recordó que los sueños no dejan heridas. Entonces la vio. Lucien. De pie frente a la puerta, vestido de negro, el cabello mojado pegado a su frente. Tenía los ojos sombreados por algo que no era solo preocupación; era miedo, deseo y culpa en partes iguales.
—Ariadna… —su voz sonó rota—. Pensé que te había perdido.
Ella lo miró. Intentó hablar, pero un vértigo la hizo tambalear. Lucien la sostuvo antes de que cayera. Su tacto fue una descarga eléctrica. En ese instante, sintió algo imposible:
El corazón de él latiendo al mismo ritmo que el suyo.
Tres pulsos. Pausa. Tres más. El mismo compás que el jardín. Lucien la atrajo hacia su pecho.
—No vuelvas a bajar ahí, ¿me oyes? Lo que viste, lo que tocaste… no pertenece a este mundo.
Ariadna cerró los ojos. La voz de Élise rió dentro de su mente.
—¿Te dice que no vuelvas? Qué ironía. Él fue quien abrió la puerta la primera vez.
Abrió los ojos. Lucien seguía sosteniéndola, mirándola con esa intensidad que dolía. Y ella, por un segundo, no supo si quería besarlo o clavarle la espina en el corazón.
Esa noche no hubo cena. Lucien ordenó a los sirvientes no molestar. El ala este permaneció iluminada, como si la casa también esperara que algo sucediera.
Ariadna permaneció en su habitación, mirando el reflejo de la luna en el espejo. Pero el reflejo no le obedecía. Su rostro estaba allí, sí, pero los ojos eran distintos. Más oscuros. Más antiguos.
—No me robes la cara —susurró al espejo.
El reflejo sonrió con un gesto que ella no hizo.
—No te la robo. Te la devuelvo. Es mía desde antes de que nacieras.
Ariadna apretó los puños.
—Yo no soy tú.
—Oh, pero compartimos la misma prisión. Él te ama porque me ve en ti. Tú lo amas porque en el fondo… deseas ser yo.
La furia le ardió en la garganta. Tomó el espejo y lo arrojó al suelo. El vidrio se quebró en pedazos y, por un instante, el aire vibró. Una voz masculina retumbó a lo lejos:
—¡Ariadna!
Lucien entró. Al verla rodeada de cristales, corrió hacia ella.
—¿Qué hiciste?
—No lo soportaba —dijo ella, con la respiración entrecortada— Ella… sigue aquí. En mi cabeza. En el espejo.
Lucien la tomó de los hombros, pero no la juzgó. La abrazó con una mezcla de desesperación y ternura.
—Escúchame… si el jardín te marcó, si su espíritu se enredó contigo, debo encontrar la forma de liberarte.
Ariadna apoyó la frente en su pecho.
—¿Liberarme… o librarte?
Él no respondió. El silencio fue suficiente respuesta.
Esa noche, no durmió. Ariadna salió al balcón cuando la luna estaba en lo más alto. El aire traía olor a rosas negras, pero también algo más: el perfume de Élise. Se asomó y vio sombras moviéndose en el jardín.
No eran animales. Eran siluetas humanas, translúcidas, que caminaban entre los rosales como almas perdidas. Entre ellas, una figura se detuvo y la miró directamente. Era ella. Élise. Sus ojos brillaban con un fulgor plateado.
—Ven —dijo sin mover los labios.
Ariadna no lo pensó. Bajó las escaleras descalza, cruzó el pasillo prohibido y abrió las puertas de vidrio. El frío la golpeó como un suspiro de tumba abierta. Las rosas se movieron, apartándose para dejarle paso. Élise la esperaba junto a la fuente, vestida con el mismo traje blanco manchado que en la visión. Su rostro, aunque hermoso, tenía grietas en la piel, como porcelana fracturada.
—Has despertado, por fin —dijo—. El jardín te aceptó.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Ariadna.
—Nada que no desees darme — respondió con una sonrisa — Tu voz. Tu piel. Tu corazón.
—¿Para qué?
Élise la miró con ternura macabra.
—Para volver a sentir lo que él me negó.
De pronto, Ariadna sintió un calor en el pecho. La espina que guardaba sobre su mesa de noche brilló dentro de su habitación, como si la llamara desde lejos. Élise extendió la mano.
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Editado: 19.10.2025