Desperté con el sabor metálico del miedo en la lengua y la certeza de que ya no era una sola. La habitación estaba intacta —cortinajes, jarrón con rosa negra, la luna recortando el mármol—, pero el espejo roto del suelo me devolvía rostros distintos según el ángulo: mi ceño, la sonrisa de otra, los ojos de nadie.
Respiré hondo. Tres golpes de aire; pausa; tres más. El compás del jardín seguía dentro de mí como un secreto injertado.
—No huyas de tu eco —susurró la voz que habitaba mis silencios—. A mí también me asustó la primera vez.
—No eres mi eco, Élise —dije, sin mover los labios.
La rosa del jarrón se inclinó lo justo para que una gota oscura cayera al borde del tocador. Me fascinaron la precisión y la maldad con que un pétalo puede dar respuesta.
Golpearon la puerta.
—Ariadna.
El nombre, en esa voz, era rescate y condena. Lucien no pidió permiso: entró como quien teme que al pedirlo lo pierda todo. Estaba impecable de negro, pero había algo desordenado en la forma en que se sostenía la vida sobre los hombros.
—Esta noche no duermas sola —dijo—. La casa está… despierta.
No era una invitación. Era un ruego disfrazado de mando. Asentí. Su alivio dolió más que el miedo.
La biblioteca olía a cuero, a tinta y a una tristeza vieja que se agrieta al calor del fuego. Me dejó junto a la chimenea, y tomó un libro sin abrirlo: lo usaba de talismán, no de lectura. Sus ojos eran plata bruñida—la plata de quien ha visto más luz de la que soporta—, y a ratos se oscurecían como si una nube interior cruzara por encima.
—No deberías… —empezó.
—Entrar al invernadero. Bajar escaleras que no existen. Nombrar lo que respira en los muros. Sí —lo corté—. Y sin embargo, lo hice.
Su gesto fue mezcla de orgullo y terror. Dejó el libro; vino hacia mí despacio, como si la distancia fuese una herida que se intenta coser sin hilo.
—Eres… demasiado.
—¿Para ti?
—Para la maldición —dijo, y solo entonces supe que había dicho una verdad para no decir otra.
Quise sonreírle el miedo. En cambio tendí la mano. Él vaciló —el hombre que no vacila ante bancos ni jueces— y al final apoyó su palma en la mía. La cicatriz en forma de espina que lleva marcada me besó la piel con su relieve. Sentí el tirón leve, casi un imán. Él también lo sintió. Miró nuestras manos con un asombro feroz, como quien mira a su verdugo y a su salvación en el mismo gesto.
—Lucien —dije—. Si te pierdo, me pierdo.
—No me pierdas —contestó, tan bajo que parecía orar.
La tensión entre dos personas tiene geografía. La nuestra eligió un mapa antiguo: la galería de los espejos. Él propuso que camináramos, como si el movimiento apaciguara lo que no entiende quieto. Caminamos. Los marcos dorados multiplicaron nuestras dudas y las devolvieron bordadas. En el primer espejo, yo era niña con ojos enormes. En el segundo, la mujer de mis venas llevaba un velo. En el tercero, Lucien tenía los colmillos apretados como quien se muerde un juramento.
—¿Cuántos nombres dijiste aquí? —pregunté.
—Suficientes para que ninguno me obedezca.
Su ironía era un puente colgante sobre el abismo. Lo crucé: apoyé los dedos en su garganta, justo donde tiembla la verdad.
—Dime que me ves.
—Te veo —dijo sin respirar — Y ojalá no pudiera.
—¿Por qué?
—Porque lo que se ve, se desea; lo que se desea, se daña.
Mi risa fue un cristal que no se atrevió a romper.
—Entonces aprende a desear sin herirme.
—Estoy aprendiendo a no respirar.
El espejo devolvió mi temblor. El jardín, al otro lado de las ventanas altas, respiró con nosotros. Un violín lejano—o un nervio tenso—tiró de la noche.
—Baila conmigo —dijo de pronto.
—No hay música.
—La hay —y posó su mano en mi cintura con el cuidado torpe del culpable — Y si no, la inventamos.
No fue un baile de salón. Fue un trato. Su palma me pidió el centro de la espalda, mis dedos le concedieron el borde de la vida. Avanzamos sobre mármol como sobre hielo tibio. Los espejos no mentían: mi mejilla buscaba el hueco entre su cuello y su hombro; su mirada me clavaba en la travesía; las sombras nos seguían como perros fieles.
La tensión erótica no es piel: es clima. El nuestro cambió de estación. El aire se volvió pesado de julio aunque afuera nevaba. El fuego de la biblioteca nos alcanzó hasta los tobillos. Su perfume —cuero, humo, ese metal leve de los hombres que han llorado de noche— me enseñó una vida que no conocía.
—Si digo te necesito —susurró en mi sien—, el jardín lo cobrará.
—Si no lo dices, yo lo cobraré —respondí, y mi voz fue más grave que mi edad.
Él no sonrió. Bajó más la mano, apenas un centímetro, justo la distancia que separa lo correcto de lo verdadero. No cruzó ninguna línea vulgar; cruzó la línea invisible que te compromete con lo que arde. Mis costillas aprendieron a abrirse. Su pulso se marcó en mi cadera. Todo lo demás —los retratos, los marcos, la historia— decidió mirar a otra parte.
La música apareció sin aparecer: quizá eran nuestros pasos; quizá, la casa por fin tocándonos. Giramos. Su aliento me rozó la lengua sin tocarla. El beso vivió antes del contacto, largo, insoportable. El beso simbólico —ese que incumple la ley del cuerpo para cumplir la del destino— sucedió por encima de nuestras bocas. Y sin embargo quedé sin aire.
—Basta —dijo él, cortándose a sí mismo—. Antes de que la bestia lo convierta todo en deuda.
—Déjala salir —dije yo, sabiendo lo que pedía—. Prefiero verla que adivinarla.
El gris de sus ojos migró un segundo al mercurio. La plata volvió como niebla. Me soltó. El frío regó mi columna como agua bendita maldita. Recién entonces me di cuenta de que en la pared del fondo, el espejo oval mostraba a tres: él, yo… y la mujer velada, con la rosa en el pecho desaparecida.
#1710 en Novela romántica
#145 en Thriller
#69 en Misterio
#darkromance, #romanceoscuro #mafiaromance, #romancepsicologico
Editado: 07.11.2025