El Jardín Del Pecado

La última noche

El jardín dormía con el sigilo de los depredadores.
Ni una hoja se movía, ni un murmullo de viento se atrevía a cruzar los rosales. La mansión entera contenía la respiración, como si el tiempo hubiese sido exiliado por un decreto invisible.

Ariadna se detuvo frente a la ventana. Las primeras luces del amanecer aún no habían asomado, pero el horizonte ardía con un resplandor turbio, como si la noche hubiese sido herida y sangrara por los bordes. Sabía lo que ese resplandor anunciaba. Sabía lo que el jardín exigiría al llegar el alba.

Lucien dormía a unos pasos de ella, tendido en el diván, aún vestido, con el abrigo negro cubriéndole hasta el cuello. Su sueño era inquieto. De tanto en tanto murmuraba su nombre —Ariadna…— con esa voz que parecía un hilo entre el deseo y el miedo. Ella lo observó. Había aprendido a reconocer cuándo hablaba él y cuándo hablaba la bestia, y en ese momento, era el hombre quien soñaba.

Mañana al alba se pronunciará la palabra, había dicho el jardín.

No era una advertencia. Era una promesa. Y las promesas de la oscuridad siempre se cumplen. La luna, reflejada en el espejo de la habitación, parecía partida en dos. Una mitad brillaba sobre el rostro de Ariadna, la otra sobre el pecho de Lucien. Y entre ambas, el reflejo de Élise observaba.

—No deberías quedarte —susurró la voz espectral desde el cristal— Cuando amanezca, él no será él… y tú no serás tú.

Ariadna no respondió. Sabía que la sombra mentía tanto como decía la verdad. La mujer del espejo era un eco, un fragmento de amor que se negaba a morir, pero también una advertencia. Lucien le había contado una vez que la última noche de Élise había sido exactamente igual: silenciosa, inquieta, hermosa… y definitiva. Ariadna bajó la mirada hacia el hombre que dormía.

Si te pierdo, me pierdo, le había dicho él.

Pero la verdad era más cruel: si lo amaba, lo mataría. El jardín lo había dicho, la voz de Élise lo había confirmado, y aun así, su cuerpo lo deseaba con una necesidad que dolía más que el miedo.

Lucien despertó al sentir su respiración cerca. Abrió los ojos lentamente y, al verla, se incorporó.

—No deberías estar despierta —murmuró.

—No puedo dormir —respondió ella.

—¿Por miedo?

—Por amor —confesó, y el silencio se hizo pesado entre ellos.

Lucien bajó la mirada.

—No me digas eso ahora, Ariadna. Si lo dices… el jardín te escuchará.

—Déjalo escuchar —replicó ella, acercándose— Ya me ha arrebatado todo lo demás. Solo me queda esto.

El hombre que la miró no era el noble, ni el monstruo, ni el prisionero de una maldición. Era un ser que temía sentir y aun así sentía. Sus ojos, grises como un amanecer sin sol, la buscaron como si allí, en su rostro, estuviera la absolución.

—¿Por qué no me odias? —preguntó él, casi suplicando— Sería más fácil.

—Porque te entiendo —dijo Ariadna.

—No deberías.

—No puedo evitarlo.

Lucien se levantó despacio y se acercó hasta quedar frente a ella. El fuego de la chimenea dibujaba sombras en sus mejillas. Se miraron en silencio. Ninguno se movió, pero el aire entre ambos tembló.

Ariadna levantó una mano y tocó su rostro. Lucien cerró los ojos. El contacto fue leve, pero bastó para que ambos sintieran el pulso del jardín latir a su alrededor. La casa los observaba. Las paredes parecían inclinarse, escuchando.

—El jardín no sabe lo que es el amor —susurró ella.

—Tampoco yo —respondió él, con tristeza.

Ariadna esbozó una sonrisa tenue.

—Entonces aprendamos juntos… antes de que el amanecer nos condene.

Él la tomó de la mano, con el mismo gesto con que un hombre a punto de morir agarra la única cosa que aún lo mantiene en este mundo.

—Ven —dijo.

—¿Adónde?

—A donde comenzó todo.

Bajaron las escaleras en silencio. La mansión parecía guiarlos. Las velas se encendían solas a medida que avanzaban. Cada paso resonaba como un eco de lo que habían sido.

El pasillo del ala oeste estaba cubierto por retratos que Ariadna nunca había visto antes. En ellos, Lucien aparecía en distintas edades, siempre con la misma expresión melancólica. En uno de los cuadros, a su lado, una mujer de ojos azules y cabello blanco sonreía con ternura.

Élise.

Ariadna se detuvo. Lucien también.

—¿La amaste tanto? —preguntó ella.

—Más de lo que un hombre debería amar —respondió sin dudar— Y por eso la perdí.

—¿Y a mí?

—A ti te temo más. Porque sé que no sobreviviré a perderte.

Ariadna bajó la mirada. No quería escuchar eso, pero lo necesitaba. El amor era el arma que ambos sabían empuñar, aunque cada herida los acercara más al abismo. Llegaron al invernadero. El aire era frío y húmedo. Las rosas negras dormían, pero su perfume era más intenso que nunca. Lucien se detuvo frente a la fuente y respiró hondo.

—Aquí la enterré —dijo, sin emoción — Aquí empezó la maldición.

Ariadna dio un paso adelante.

—Y aquí puede terminar.

—¿Con qué? ¿Con amor? —preguntó, con una sonrisa amarga — El amor no redime, Ariadna. Solo transforma el dolor.

—Entonces deja que te transforme.

Lucien la miró. Su expresión cambió. Por primera vez, no hubo rabia, ni culpa, ni miedo. Solo rendición.

—Si me acerco, no podré detenerme —advirtió.

—Entonces no te detengas —susurró ella.

El silencio que siguió fue tan profundo que hasta el viento se contuvo. Lucien dio un paso hacia ella. Su respiración se mezcló con la de Ariadna. Sus manos, frías y firmes, la sujetaron con delicadeza. Ella no retrocedió.

El beso que siguió no fue de pasión mundana. Fue un beso lento, condenado, lleno de dolor y ternura. Un beso que sabía a despedida. El jardín reaccionó. Las rosas negras se abrieron al unísono, liberando un aroma denso, casi narcótico. El aire vibró. El suelo tembló bajo sus pies. Pero ninguno se apartó. Era como si el mundo entero desapareciera, dejándolos solos frente a la eternidad.




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