El Jardín Del Pecado

El alba que pesa

El amanecer no llegó: cayó. Fue una claridad sin sol, un filo pálido derramándose por las cornisas, clavándose en los vitrales, tiñendo de leche los retratos de los muertos. La mansión respiró hondo como un animal recién despierto. En el centro del mármol, allí donde el mosaico dibujaba un ojo, una rosa y una espina, el aire cambió de densidad. Yo estaba de pie, descalza, con la piel aún perfumada a pétalos blancos. Sentía dos latidos: el mío y el que no era solo mío. Lucien vibraba adentro como una cuerda tensa. La voz de Élise, lejos, parecía un hilo de agua bajando por las juntas de la piedra.

El alba pronuncia, dijo la casa. La Palabra se debe.

El mayordomo, pálido, había dejado abiertas las hojas de la cúpula. Las criadas se escondieron en los umbrales: hay sentencias que se escuchan con el cuerpo agachado.

—Estoy aquí —dije al mosaico, y el mosaico calentó.

No había música, pero cada cosa hizo su ruido preciso: la madera crujió con decoro, el vidrio trilló una nota, la chimenea exhaló una ceniza gris, y el jardín del otro lado del vidrio aspiró como si quisiera beberse la casa entera.

Lucien no estaba fuera. Estaba en mí. Lo sabía por signos mínimos: de pronto mis manos sabían dónde dejarse; mis omóplatos, cómo cuadrarse contra el miedo; mi boca, con qué silencio se respeta a un enemigo. Él se reconocía en mis hábitos, como un huésped que aprende a no mover las sillas.

—No te escondas —murmuré dentro—. No ante mí.

Un temblor —¿agradecimiento? ¿vergüenza?— me recorrió la clavícula. Lo escuché, ya sin duda, desde el fondo, como si hablara detrás de una puerta de terciopelo:

No quiero que te cobren mi nombre.

—Ya nos lo cobraron —respondí—. Tenemos recibo: la rosa blanca y esta cicatriz.

La espina invisible ardió con recuerdo, no con dolor. El ojo del mosaico se encendió. Del centro se alzó una bruma verde; se hinchó, se definió y tomó la forma de un tribunal: tres figuras sin rostro, altas y delgadas, con coronas trenzadas de raíz. Cada una sostenía algo: un espejo, una rosa, una espina. La casa habló por su boca triple:

Se pesa la deuda, se mide el deseo, se prueba la verdad.

—Acepto —dije, sabiendo que no había opción mejor que la digna.

Una de las figuras, la del espejo, tocó el aire. La cúpula se oscureció y a mi alrededor brotaron tres círculos de vidrio: el primero mostraba a Élise tal como fue la última tarde —cabello blanco, ojos de un azul que dolía mirarlo—; el segundo, a Lucien como hombre —traje impecable, la sombra del cansancio bajo los pómulos—; el tercero, a la Bestia —no dientes ni garras: ausencias; huecos donde debería haber piedad, calor donde debería haber ley.

No aparté la vista. El espejo huele el pudor y lo cobra.

—Mirad —dijo la de la rosa.

El círculo de Élise cobró movimiento. La vimos reír en la escalera, escribir con tinta roja, sangrar en la fuente. Nada fue grotesco; todo fue elegante y fatal. El círculo de Lucien mostró su mano temblando sobre mi carta, su cuello endureciéndose para no llorar, su bastón atravesando la cerradura del invernadero. El círculo de la Bestia… mostró mi rostro la primera noche, y cómo una sombra pasó por mis ojos cuando acepté bailar sin música.

El juicio empezó por la deuda. La figura de la espina alzó su instrumento y lo dejó caer no sobre mi piel, sino sobre la historia. Las escenas retrocedieron como cartas. A mi padre, miseria y fichas. A Lucien, orgullo como hambre antigua. A Élise, un pacto susurrado sin testigos. No escuché palabras: escuché el precio. El precio siempre suena a metal húmedo.

—Pago —dije— Con mi nombre.

—No se aceptan nombres prestados —replicó el jardín—. Solo aquello que no se recupera.

—Entonces tiempo —ofrecí.

La figura del espejo se inclinó, casi divertida. El tiempo es la moneda predilecta de las casas viejas.

—Tu tiempo tiene dos latidos —dijo— Se aceptan ambos.

Lucien ardió dentro de mí, en desacuerdo.

No te dejes comprar dos veces, dijo desde la sombra. Acompáñame a la caja.

El segundo acto fue el deseo. La figura de la rosa se acercó. Olía a pan de madrugada y a cuchilla lavada. Extendió la flor sobre mi pecho, a la altura donde la rosa invisible abre su hambre. No me tocó: acercó su perfume hasta que mi respiración se acompasó. El deseo no es piel: es ritmo. El jardín quería demostrarlo, como una maestra paciente que repite la lección hasta que duele.

—¿A quién deseas cuando dices él? —preguntó la voz triple.

—A Lucien —respondí sin vacilar.

El espejo vibró con una risa de vidrio: mostró, rápido, destellos donde mis manos buscaron fuego en el abrigo negro, donde mi nuca pidió boca a la sombra bajo el oído, donde mis ojos eligieron hombre incluso cuando la bestia prometía facilidad. No me avergoncé. El deseo sin vergüenza ahorra sangre. La verdad vino última. La figura de la espina la clavó , no a mí, entre los tres círculos. El triángulo de imágenes sangró luz. Se mezclaron. Élise se volvió un gesto; la Bestia, una temperatura; Lucien, un verbo: contener.

—El hombre guarda —dijo la casa— La bestia cobra. La memoria exige. —Se inclinó hacia mí— ¿Qué dices tú?

No me apresuré. A ciertas preguntas hay que volverse vieja antes de contestarlas. Fui a buscar, dentro, la voz que no era mía y lo fue. Encontré a Élise lejos, menor que antes, como una campana que alguien tapó con tela. Encontré a Lucien cerca, ardiendo para no gritar. Encontré, por primera vez, mi voz sola en un cuarto amplio.




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