El primer sonido que escuché al despertar fue el canto de un pájaro, tenue, casi irreal, como si temiera romper el silencio que flotaba en la habitación. Luego vino el dolor. No físico, sino un vacío, un hueco en el pecho donde antes había dos latidos.
Intenté moverme. Las sábanas eran blancas, demasiado blancas para pertenecer a la mansión de Lucien. La habitación estaba llena de luz. A través de los vitrales, el sol entraba por primera vez en años. No había sombras, ni pétalos, ni respiración del jardín. Solo silencio. Y paz.
Entonces supe que Ella se había ido. Élise. Ya no estaba. La ausencia era tan profunda que dolía más que la herida.
Por primera vez, el aire era mío. Una lágrima rodó por mi mejilla, no de tristeza, sino de alivio. Susurré su nombre, como una despedida:
—Gracias.
Y una ráfaga tibia rozó mis labios, como un beso invisible.
La última caricia de un alma que, al fin, había encontrado su camino. La puerta se abrió sin ruido. Lucien entró, vestido de negro, con la camisa abierta en el cuello y el rostro demacrado por noches sin sueño. Cuando me vio despierta, se detuvo.
—Ariadna… —dijo con voz rota— El médico no creía que resistieras.
—Tampoco yo. —Intenté sonreír, pero el gesto me dolió— ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Tres días.
—¿Y el jardín…?
—Callado. Como un animal que observa desde la distancia.
Su mirada bajó hasta mi pecho. Allí, donde la bala había entrado, solo quedaba una marca fina, rosada.
—No hay cicatriz —dijo en voz baja—. La herida cerró demasiado rápido.
—Élise… —murmuré— Ella se fue. Pero antes de hacerlo, me dejó algo.
Lucien se acercó y me tomó la mano.
—¿Qué?
—Su perdón. Y su promesa de no volver jamás.
Lucien asintió, pero su gesto no fue de alivio. Fue de furia contenida. La misma que se oculta detrás de una voz serena cuando el alma arde.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—El hombre que disparó escapó. No era un ladrón. Sabía lo que hacía. Cruzó las rejas por el bosque, mató a dos de mis guardias y llegó hasta el salón principal.
—¿Lo viste?
—No. Pero dejó algo. —Su voz se endureció—. Una carta con mi nombre.
La mostró. Era un sobre sellado con cera roja. El sello era un ojo rodeado de espinas. Lo abrí con manos temblorosas. Dentro había una nota escrita con una caligrafía pulcra:
Lo que el jardín calla, la ciudad aún recuerda. No redimiste a nadie, Lucien De Clairmont. Pagaste la maldición con amor, pero la deuda sigue en pie. Nos veremos en la corte de los vivos.
No firmaba nadie. Pero el perfume del papel me resultó familiar. Era el mismo que había sentido en el abrigo de mi padre el día del juicio.
—Fue él… —susurré, horrorizada—.
—No —negó Lucien con frialdad—. No tu padre.
—¿Entonces quién?
—Alguien que quiere que creas que fue él.
Sus ojos brillaban con esa intensidad gélida que anuncia tormenta.
—La bala no era de caza ni de defensa. Era de ejecución. Oro puro en la punta.
—¿Oro?
—Un símbolo. Los asesinos del Círculo Dorado las usan.
—¿Qué es el Círculo Dorado?
—Una sociedad de aristócratas que trafican con reliquias, maldiciones… y almas.
El aire se volvió pesado. Lucien continuó:
—Ellos financiaron las excavaciones que desenterraron el jardín hace treinta años. Crearon el mito de la Bestia. Me usaron. Y cuando intenté escapar… me sellaron dentro de él.
—¿Y ahora?
—Ahora quieren terminar lo que empezaron.
Me incorporé con esfuerzo. Lucien quiso detenerme, pero lo miré con firmeza.
—No me encierres. Ya no soy una prisionera.
—No lo haré —dijo él—. Pero necesito saber si estás dispuesta a seguirme.
—¿A dónde?
—A la ciudad. A donde nació esta maldición.
Su mirada tenía algo nuevo: no solo furia, sino una forma de esperanza oscura, una fe retorcida en que la venganza podría traer redención.
—Lucien —dije con voz baja—, ¿y si al encontrarlos… pierdes lo que te queda de humanidad?
—Entonces serás tú quien deba recordarme quién soy.
El silencio que siguió fue tan denso que podía sentirse entre los latidos. Nos miramos sin decir más. No hizo falta. Esa noche, cuando el sol se ocultó tras los rosales, Lucien me llevó al invernadero. Las flores, antes negras, habían florecido en tonos rojos profundos, casi sangrientos.
—El jardín ya no pertenece a Élise —dijo—. Pero sigue siendo mío. Y no lo dejaré hasta saber quién profanó su calma.
Me tomó de la cintura, acercándome hasta sentir su respiración contra mi cuello.
—Ya no tengo miedo del monstruo que hay en mí —susurró— Pero temo lo que haré si vuelven a tocarte.
Su voz era una amenaza y una promesa. Mi cuerpo respondió antes que mi mente. La tensión entre ambos era una cuerda a punto de romperse. Y, sin embargo, no había culpa. Nos quedamos allí, quietos, mientras la luna ascendía sobre las rosas. Entre nosotros, el aire vibraba como si el deseo mismo se transformara en lenguaje.
—Si alguna vez me pierdo —dijo él, apartándose apenas— prométeme algo.
—Lo que sea.
—No me salves.
—¿Por qué?
—Porque si me salvas, volveré a condenarte.
Lo miré sin responder. No podía prometerle eso. Lucien sonrió con tristeza.
—Sabía que dirías eso. Por eso te amo.
Horas más tarde, mientras dormía, un murmullo me despertó. Era la voz del jardín. Ya no susurraba maldiciones ni exigía sangre. Solo repetía un nombre, una y otra vez:
Vera. Vera. Vera.
Me levanté de un salto. Salí al pasillo y lo encontré a él, de pie frente a un retrato cubierto por una tela negra.
—¿Qué nombre dijo el jardín? —preguntó sin girarse.
—Vera.
—Entonces lo confirma… —levantó la tela—. Era mi madre.
El retrato mostraba a una mujer de belleza fría, con el mismo sello del ojo espinado grabado en su collar.
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Editado: 07.11.2025