El Jardín Del Pecado

El jardín y la sangre

La noche cayó como una sentencia. Ni la luna se atrevió a mirar lo que el jardín estaba por presenciar.

Desde la ventana de mi habitación, vi cómo las sombras se movían entre los rosales. No eran sombras comunes; se deslizaban con precisión militar, con linternas de fuego dorado que no emitían humo. El Círculo Dorado había llegado. Lucien, frente al espejo, se abotonaba la camisa negra. Su reflejo era doble: el hombre y la bestia, conviviendo bajo la misma piel. La herida de la bala, la marca de la espina y la cicatriz del pacto brillaban con la misma luz enferma que vibraba en sus ojos.

—No debes salir —dijo sin mirarme.

—No pienso quedarme —respondí con firmeza—. Si luchas, lucho contigo.

—No es una lucha, Ariadna. Es un ajuste de cuentas.

—Entonces será de ambos.

Lucien sonrió apenas, y esa sonrisa, helada y dulce a la vez, me recordó por qué lo amaba. Era la clase de hombre que podía destruirte con una palabra o salvarte con un suspiro. El primer impacto retumbó como un trueno. El portón de hierro se abrió con violencia, y el perfume de las rosas se mezcló con el humo del fuego dorado. Los hombres del Círculo avanzaban en silencio, con los rostros cubiertos por máscaras de oro. El aire olía a metal, a pólvora y a miedo.

Lucien descendió las escaleras del vestíbulo. Su figura, iluminada por las velas, parecía la de un príncipe de otro tiempo, hermoso e inalcanzable, con una calma que solo poseen los condenados. Yo lo seguí, descalza, envuelta en un manto gris. La voz de Vera De Clairmont resonó desde la entrada. No gritó. No necesitaba hacerlo. Su tono bastó para helar la sangre de todos los presentes.

—Veo que, al final, has decidido parecerte a mí — dijo con una sonrisa apenas visible — Siempre supe que el amor te arrastraría más lejos que el poder.

Lucien se detuvo frente a ella.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Cuántas vidas más te harán sentir viva?

Vera avanzó unos pasos. Su belleza era aterradora: pálida, de ojos dorados, vestida con un atuendo negro que parecía hecho de sombras.

—Solo las necesarias para preservar el orden.

—¿El orden o tu nombre?

—Ambos.

El jardín rugió. Los rosales se agitaron como si una tormenta invisible los arrastrara. Los miembros del Círculo miraron a su alrededor, tensos, y levantaron sus antorchas.

—Apágalas —ordenó Lucien— Nadie obedeció.

Las llamas doradas comenzaron a apagarse solas, sofocadas por el aire que el jardín respiraba. Y entonces la Bestia despertó. No fue una transformación visible. Fue algo más profundo, más temible. El ambiente cambió. El aire se hizo pesado, cargado de energía eléctrica. Los ojos de Lucien se oscurecieron hasta volverse completamente negros. Su voz, cuando habló, era una mezcla de dos tonos, el suyo y otro más grave, más antiguo.

—Os di una oportunidad para abandonar este lugar —dijo— Pero habéis venido a profanarlo una vez más.

Vera sonrió, sin miedo.

—No vinimos por ti, Lucien. Vinimos por ella. —Señaló hacia mí— El jardín necesita un nuevo corazón, y tú lo sabes.

Lucien dio un paso adelante.

—Ella no pertenece a ustedes.

—Claro que sí —replicó Vera—. Desde el momento en que amó a un condenado.

Los hombres del Círculo alzaron sus armas. El oro de las balas brilló como soles diminutos. Lucien levantó la mano. Y el jardín respondió.

Las raíces emergieron del suelo, retorciéndose como serpientes. Atravesaron el mármol, se enroscaron en los cuerpos dorados y los alzaron en el aire. Los gritos fueron breves. El jardín los tragó con hambre y satisfacción.

—¡Basta! —grité—. ¡Lucien, basta!

Él me miró. Por un instante, lo reconocí. Su humanidad titilaba, herida, pero viva.

—No puedo detenerlo —susurró—. El jardín se alimenta del miedo. Y ellos… lo trajeron consigo.

—Entonces deja que me alimente de mí —dije, acercándome— No del dolor. Del amor.

El aire vibró. Las raíces se detuvieron. Lucien me miró con una mezcla de asombro y desesperación. Su madre también. Vera retrocedió un paso.

—No lo hagas, Ariadna. Si le das eso, no volverás a ser tú.

—Ya no soy solo yo —respondí.

Di un paso hacia el jardín. El suelo tembló bajo mis pies. Las flores se abrieron, y un murmullo recorrió el aire. Podía oírlo. Podía sentir su deseo. El jardín quería vivir. Lucien se acercó y tomó mi rostro entre sus manos. Sus ojos volvieron a ser dorados.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Lo que Élise nunca pudo.

—¿Y qué es eso?

—Darle paz al monstruo.

Lo besé. No fue un beso de amor, ni de perdón. Fue un beso de fusión. El jardín se iluminó. Una oleada de energía recorrió la mansión. Las antorchas se apagaron, los espejos estallaron, las raíces se contrajeron como si gritaran. Lucien y yo fuimos lanzados hacia atrás. Cuando abrí los ojos, la sala estaba en ruinas. Los miembros del Círculo habían desaparecido. Solo quedaba Vera, de pie entre el humo, mirándome con horror.

—¿Qué has hecho? —susurró.

Lucien intentó incorporarse, jadeando.

—La maldición… cambió.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

Vera retrocedió, pálida.

—El jardín ha elegido un nuevo guardián.

—¿Quién? —preguntó Lucien.

Ella me miró directamente.

—Tú.

Sentí algo dentro de mí. Un pulso. El mismo ritmo del jardín. Tres latidos. Pausa. Tres más. Lucien me miró con horror y ternura al mismo tiempo.

—Ariadna…

—Estoy bien —mentí. Pero sabía que no era cierto.

El suelo vibró bajo mis pies. El aire olía a flores recién cortadas y a sangre. Podía sentirlo: el jardín respiraba conmigo.bVera bajó la mirada.

—Entonces el ciclo está completo —dijo, con voz temblorosa — Mi hijo… y su amor… son ahora el corazón del pecado.

Lucien la observó, en silencio.

—Madre… —murmuró—. ¿Eso era lo que siempre quisiste?
Ella asintió.




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