El Jardín Del Pecado

La corona de raíces

Ariadna

Amaneció con olor a pan caliente y hierro. No había horno ni sangre, pero el jardín, desde que respira conmigo, destila metáforas como si fueran rocío. Abrí los ojos con el pulso ya marcado: tres y tres, pausa. El cuerpo obedeció antes que la mente. La herida está cerrada; la costura no. Lo sé porque la mansión entera vuelve la cabeza cuando respiro hondo.

—Estoy bien —digo, y el espejo del tocador retrasa un segundo mi boca, como si mi sombra estuviera aprendiendo a pronunciarme.

No contesto a la sombra. Le ofrezco flores. Con los dedos extendidos, imagino pétalos abriéndose y una hilera de rosas negras se abre, desde la ventana hasta la chimenea, como un pestañeo largo. Obedecen. No porque sea reina, sino porque escucho. La casa ama a quien la oye.

—Basta —susurro.

Las flores se pliegan con decoro. La satisfacción me dura un latido. El miedo, tres.

Lucien

La Bestia observa desde la quietud. Lo supe la primera vez que la sentí respirar en mi espalda: no ruge; espera. La madre se ha ido, pero dejó su oficio en los pasillos: guardias de aire, espejos que pretenden ser ventanas, un perfume de oro viejo que no se lava con lluvia.

Vigilo la verja desde el balcón alto. El bosque se inventa sombras que no sé si son hombres o recuerdos. Bajo conmigo mismo: el amo que paga y el animal que cobra discuten con cortesías. Coincidimos en una sola línea: nadie cruza.

—Valmont —me llama la voz de Ariadna desde el vestíbulo— La casa te habla… por mi boca.

Bajo.bElla lleva gris, un color que jamás perdona la mentira. La saludo con los ojos, como se saluda a quienes pondrías entre tú y la bala. Ella sonríe sin dientes.

—Dice que hay un libro escondido donde tu madre guardó el primer recibo.

—El primer cobro —corrijo—. El que hizo de mí una historia.

Ariadna

No pregunto cómo sé lo del libro. Se aprende a aceptar los dones que huelen a deuda. Lo conduzco por el corredor claro —el único con luz honesta— hasta el salón del roble blanco. La caja de música calla, pero el pedestal tiene peso. Toco el lado izquierdo, por debajo, donde una astilla siempre me rozó la falda. Cede una tabla de un dedo de grosor. Detrás, un estuche de cuero verde.

—No abras con rabia —dice el jardín. O yo.

Lucien no pone rabia. Pone dedos. El estuche exhala una corriente fría y el cuarto baja medio grado. En la tapa, en relieve: Códice de Espinas. Dentro, un cuaderno con páginas más finas que la piel de la muñeca. Un ojo rodeado de raíces preside el índice; debajo, escritura de mujer elegante.

—Vera —dice él, sin necesidad de ver la firma.

Leo en voz alta, para que la mansión me crea:

Coronación del Guardián: una vida o una línea. La corona de raíces desciende a medianoche. Si no hay sangre, habrá promesa.

—¿Promesa? —pregunto.

—De linaje —responde él, tenso—. La casa no distingue entre herencia y sentencia.

Un silencio de fiebre media nos une. No es sexo; es futuro como cuchillo.

—No será así —digo, aunque el aire sabe que mentí—. Daremos tiempo, no cuerpos.

El Códice se ríe sin tinta. Las letras brillan un segundo más.

Lucien

La Bestia no quiere niños ni pactos. Quiere jaulas. Para proteger, me dice. A veces le creo. A veces lo uso como excusa. Deslizo otra hoja. La letra de Vera se vuelve contable:

Diezmo de sangre: al proclamarse el guardián, el jardín pide una sola muerte limpia o un juramento fecundo. Lo que se niega hoy, se cobra mañana.

Cierro el libro.

—No te tocará nada que no elijas —le digo.

La frase nace noble y cae como plomo. Soy un hombre que promete contra aritméticas viejas. Qué lujo.

—El Círculo volverá —añado—. Con leyes. Con sotanas. Con oro.

Ariadna asiente. Me clava los ojos sin pedir permiso.

—Entonces no nos escondamos. Hagamos nuestra ley.

La Bestia abre un ojo dentro de mí. Le gusta esa gramática.

Ariadna

El invernadero huele a pan y ceniza. Entro con el Códice bajo el brazo. El jardín se comporta como un niño listo que te deja creer que lo mandas. Paso entre glicinas oscuras, llego a la fuente. Siento la corriente bajo las baldosas: no agua; decisión.

—Anoche —susurro—, nos dio un corazón nuevo. Hoy quiere corona.

No me mira nadie y estoy igual de roja que si me miraran cien leyes. Me arrodillo. Dejo el cuaderno sobre el musgo. Abro la palma. La cicatriz de espina palpita. Una gota de luz negra cae por su propia voluntad. La fuente oye. Las hiedras murmuran un idioma que ya puedo repetir.

—No habrá muerte —le digo al lugar— Tampoco promesas que no pueda sostener.

El agua se curva hacia mí como oído.

—Ofrezco mi tiempo —pronuncio, y la palabra me quema la boca como aguardiente — Tres años, tres meses, tres noches. Nadie morirá para coronarme.

La fuente late tres. El invernadero expira. Las raíces bajo mis rodillas se aflojan y me devuelven al mármol con un gesto casi humano. No hay aplauso. Hay acuerdo.

—Que Lucien no lo sepa —dice el jardín, paternal y ladino.

—Lo sabrá —contesto—. O no somos nosotros.

Lucien

El mayordomo trae noticias como quien trae un cuchillo envuelto en servilleta.

—Señor, mensajero de la ciudad. Trae… documentos.

Abro la carpeta sin ceremonias. Letras doradas: Tribunal de Comercio Espiritual. El Círculo rebautiza sus brujerías con toga.

Sumario: propiedad llamada Valmont Manor —antigua — litigio por usufructo de reliquias vivas; requerimiento para entregar corazón amenaza de expropiación….

Mi risa suena a metal. La Bestia se lame el colmillo que no tiene. Ariadna entra, despeinada por un viento de adentro.




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