El Jardín Del Pecado

El Llamado de la Bestia

El amanecer aún no había nacido, pero el jardín ya respiraba. Una bruma plateada cubría las fuentes y las flores se inclinaban como si aguardaran un juramento. Ariadna se movía con pasos lentos por el corredor de los vitrales; la luna la seguía, envolviendo su piel con una claridad de porcelana.

Lucien la vio antes de que ella lo advirtiera. No la observaba como a una mujer, sino como a una revelación que podía salvarlo o condenarlo. Desde que la corona de raíces lo marcó, sentía que cada mirada suya despertaba algo antiguo en su interior, una fuerza que no era humana… ni totalmente suya.

—¿No puedes dormir? —preguntó ella con voz suave.

Lucien negó despacio, acercándose.

—Cuando duermo… la Bestia sueña conmigo —confesó— Y temo que un día despierte antes que yo.

Ella lo miró con ternura y temor. Sabía que el jardín le había regalado poder, pero también hambre.

—Entonces no duermas solo —susurró—. Permíteme soñar por ti.

Sus palabras lo quebraron. Lucien avanzó hasta quedar frente a ella. La luz lunar les trazaba un límite invisible, una frontera entre el deseo y la razón. Por un instante, ambos vacilaron; luego, la luna retrocedió, y el límite se desvaneció.

El primer roce fue leve, como un respiro.
Lucien tomó su rostro entre las manos, y Ariadna sintió el temblor del hombre que lucha contra su propio abismo. No era miedo: era amor tan intenso que dolía sostenerlo. Cuando la besó, el aire del corredor se quebró en mil fragmentos de perfume y ceniza. Ariadna lo abrazó con fuerza. En su pecho, sintió dos latidos: el del hombre… y el de la Bestia.

Lucien retrocedió un paso, jadeante, con los ojos de un dorado antiguo.

—No sabes lo que haces —murmuró—. Él me odia… porque te ama también.

—Entonces que me ame —respondió ella— No temo al monstruo si tiene tu rostro.

Sus dedos se entrelazaron, y el suelo bajo ellos pareció latir. El jardín los envolvió en su hálito tibio. Lucien cerró los ojos. La Bestia emergió. No era transformación física; era presencia. El aire se espesó, el mundo se volvió sonido. Su respiración cambió de ritmo, grave, profunda, como un rugido contenido. La voz que habló ya no era solo suya:

—Ella nos pertenece —susurró la Bestia dentro de él— Pero no para destruirla. Para recordarnos que aún somos capaces de amar.

Ariadna lo oyó, sin temor. La voz la envolvía, la acariciaba por dentro.

—Entonces amémosnos —dijo ella, mirando los ojos dorados del ser que era Lucien y no lo era— Sin culpa. Sin cadenas.

Lucien la tomó entre sus brazos, alzándola con una fuerza que parecía nacida del corazón de la tierra. La luna los bañó con una luz azulada mientras él la estrechaba contra su pecho. Sus cuerpos no buscaban poseerse: buscaban reconocerse.

El beso que siguió fue más que pasión; fue redención. Donde su piel lo tocaba, el tatuaje de raíces en su clavícula brillaba como oro vivo. Las marcas se entrelazaban con las de ella, y la casa vibró. El jardín, testigo antiguo, abrió sus pétalos en silencio. Cada flor se encendió como un candil de vida. Lucien cayó de rodillas, abrazándola como si sostuviera una promesa imposible de conservar.

—Ariadna… si me pierdo, si la Bestia vence, prométeme que me buscarás.

Ella acarició su rostro con dulzura.

—No te perderás —dijo—. Porque te amaré en cada sombra.

Y lo besó con la fuerza de una plegaria.
La Bestia rugió dentro de él, pero esta vez sin furia. Era un rugido de rendición. El amor, tan oscuro como luminoso, lo atravesó por completo. Lucien sintió que algo dentro de él una parte que había sido condena se curvaba ante ella. Era su alma arrodillándose ante su dueña.

Ariadna lo miró con lágrimas que no dolían.
El brillo dorado en sus ojos se apagó lentamente, dejando el azul original de Lucien. El hombre volvió. Pero no solo: la Bestia lo acompañaba, callada, obediente.

—¿Qué has hecho? —preguntó él, maravillado.

—He amado tu oscuridad —respondió ella— Y ahora me pertenece tanto como a ti.

El viento sopló entre las flores. En el cielo, una bandada de cuervos se elevó desde las copas de los árboles. El jardín volvió a respirar. Por primera vez desde hacía siglos, lo hizo sin gemir. Lucien la alzó del suelo y la sostuvo junto a su pecho. El amanecer comenzaba a teñir los vitrales de sangre y oro. Pero cuando todo parecía quietud, una voz se deslizó entre las raíces, susurrando desde lo profundo del jardín:

El amor redime al monstruo….pero no al precio de su libertad.

Lucien miró hacia el bosque, con el instinto de quien siente la próxima tragedia antes de verla. Ariadna apretó su mano. Y en el reflejo del vitral, la Bestia volvió a abrir los ojos.




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