El amanecer cayó como una herida abierta.
Los primeros rayos cruzaron los vitrales y tiñeron de rojo la piel dormida de Ariadna. En la penumbra del lecho, Lucien la observaba en silencio. Su respiración era un poema quebrado: pausas, sobresaltos, pequeños espasmos de luz que nacían bajo los párpados. El jardín afuera no despertaba aún. Parecía contener la respiración, vigilando.
Lucien rozó su mejilla, temeroso de quebrar la paz recién nacida. Por primera vez en años, su corazón no le pesaba.
Por primera vez, la Bestia dormía. Pero el descanso nunca dura cuando la casa guarda secretos.bY el suyo estaba a punto de despertar. Ariadna abrió los ojos. El sol filtrado por las cortinas de terciopelo le daba un tono ámbar a la habitación. Lucien seguía a su lado, con el torso descubierto, respirando tranquilo, aunque su sueño no era humano. Había aprendido a reconocerlo: cuando el hombre descansaba, el monstruo soñaba por él.
Ella se incorporó, abrazando las sábanas. Sintió una punzada en el pecho. No era dolor… era ausencia. El lazo que la unía al jardín se había enfriado, como si algo lo hubiera cortado. Bajó descalza, cruzando los corredores aún envueltos en sombra. El aire tenía un olor nuevo, metálico y dulce, el aroma que antecede a la lluvia o a la sangre. El invernadero la recibió con un murmullo casi humano. Y en el centro, sobre la fuente seca, alguien había dejado una ofrenda: una rosa blanca, marchita en los bordes, envuelta en un velo negro.
—No la toques —dijo la voz de Lucien a su espalda.
Ariadna giró sobresaltada. Lucien estaba allí, descalzo, con los ojos aún entre la aurora y la oscuridad.
—¿Cómo supiste que vendría?
—No lo supe —contestó él—. Fue la Bestia quien se despertó antes que yo.
La rosa cayó al suelo. Las raíces bajo sus pies comenzaron a moverse. Del suelo brotó un hilo de agua oscura. La fuente, muerta desde hacía siglos, volvió a latir. El velo negro se deshizo como humo, y una voz, profunda y múltiple, habló desde la tierra:
El amor no se roba al jardín. Lo que florece aquí, pertenece a la tierra.
Lucien apretó los dientes.
—Te lo advertí —dijo, mirando a Ariadna—. No basta amar para ser libre.
Ella dio un paso al frente, desafiando la voz invisible.
—Si me quiere, tendrá que devorarme entera —susurró— Pero no me arrancará de él.
El suelo tembló. De la fuente emergió una figura hecha de lodo y espinas, la silueta de una mujer, de cabellos de raíces y ojos vacíos. Su rostro era un espejo oscuro del de Ariadna.
—Soy el jardín —dijo la criatura— Y tú me robaste a mi guardián.
Lucien la reconoció. Aquello que hablaba no era espíritu ni sombra: era la voluntad misma que había nutrido la maldición durante siglos. La Bestia dentro de él comenzó a moverse, como si se inclinara ante su creadora. Ariadna extendió la mano.
—No te lo robé. Lo salvé.
—Lo amaste —respondió la voz—. Y el amor destruye lo que no sabe comprender.
Las raíces se alzaron como serpientes. Una de ellas rozó la pierna de Ariadna y le dejó una marca brillante, como si la tierra le hubiera besado la piel. Lucien se adelantó.
—¡Basta! —rugió—. ¡Si alguien debe pagar, seré yo!
La Bestia habló a través de él, su voz profunda resonando en los cristales:
—Soy tu hijo, tu reflejo, tu herida. No me devorarás sin devorar tu propia raíz.
El jardín se agitó, confundido, y la figura retrocedió un paso. Ariadna, aprovechando el instante, se lanzó hacia Lucien.
—No te sacrifiques —le suplicó—. No otra vez. Si mueres, muere todo lo que soy.
Él la miró con una mezcla de ternura y desesperación.
—Y si vivo, ¿qué quedará de ti? —preguntó, con la voz quebrada.
El silencio que siguió fue tan profundo que incluso las flores dejaron de moverse. Entonces, algo cambió. El sol, apenas naciente, atravesó los vitrales y golpeó la rosa marchita. En un instante, el negro se volvió rojo, y del tallo surgió un nuevo brote. Una segunda voz habló, más dulce, más humana:
El amor que no destruye, transforma. Y aquel que fue raíz puede volver a ser flor.
La sombra del jardín se estremeció y, poco a poco, comenzó a hundirse en la tierra. El invernadero exhaló un último suspiro, como si hubiera aceptado un destino inevitable. Lucien cayó de rodillas, extenuado. Ariadna lo sostuvo entre sus brazos. Por un momento, todo pareció terminar. Pero cuando el silencio regresó, una risa se alzó desde las profundidades, baja, antigua, y tan familiar que heló la sangre de ambos. Una voz que no pertenecía ni al jardín ni a la Bestia.
No todo lo que duerme muere. Y no todo lo que ama, perdona.
Ariadna se volvió hacia la fuente. La rosa roja flotaba ahora sobre el agua. Su reflejo no mostraba su rostro sino el de Élise, sonriendo, viva una vez más. Lucien dio un paso atrás, horrorizado.
—No… no puede ser.
Ariadna sintió que algo dentro de ella algo que había prometido paz volvía a agitarse. La voz de Élise resonó, dulce y venenosa:
—¿Creíste que me desterrarías del amor que yo sembré?
Querida Ariadna… el jardín no tiene dos corazones. Solo uno. Y ahora, late conmigo.
El agua se volvió sangre. Los vitrales se rajaron. Lucien gritó su nombre, corriendo hacia ella mientras la figura del reflejo se alzaba con una sonrisa imposible. Ariadna trató de apartarse, pero ya era tarde. El agua la reclamó.
Cuando todo terminó, solo el viento quedó moviendo las cortinas. Lucien se arrodilló junto a la fuente vacía, tocando el borde húmedo donde ella había estado. Su reflejo en el agua mostraba su propio rostro pero en sus ojos, brillaban dos luces distintas: una azul y otra dorada. Y en el eco de la casa, una sola voz susurró:
A veces el amor salva. Otras, solo cambia de forma.
El jardín volvió a florecer. Pero entre las raíces, algo dormía. Y esta vez, soñaba con ella.
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Editado: 07.11.2025