El Jardín Del Pecado

Donde el amor aprende a sangrar

La casa entera respiraba más lento desde la noche anterior. El aire había cambiado: ya no olía a muerte, sino a hierro y flores abiertas. Pero esa paz tenía una grieta, una tensión invisible que recorría los corredores como un presentimiento. Lucien lo sentía en la piel; Ariadna lo sentía en el alma. Había aprendido a leer los silencios de la mansión como si fueran los latidos de un corazón. Esa mañana, el latido del lugar era distinto: profundo, expectante, peligroso.

Lucien bajó las escaleras con la camisa apenas abotonada. Llevaba en el rostro esa calma letal que antecede a las decisiones irrevocables. Ariadna lo vio pasar y comprendió que no era solo el hombre el que se movía… sino la Bestia. Se acercó despacio, sin miedo.

—¿A dónde vas? —preguntó ella.
—A donde el silencio tenga respuestas —respondió él.

Su voz era una espada envainada. La Bestia latía detrás, invisible, como una corriente subterránea a punto de romper la tierra. Ariadna no insistió. Solo le tocó la mano.

—Prometiste volver.

Lucien bajó la mirada, y por un instante el dorado de sus ojos se quebró.

—Volveré —susurró—. Aunque no vuelva el mismo.

El vestíbulo parecía un templo antiguo. Los retratos de los antepasados observaban desde la penumbra, sus marcos dorados cubiertos de polvo. Lucien tomó una lámpara y avanzó hacia la parte prohibida del ala norte: el corredor donde su madre, Vera, había sellado los pactos con el Círculo. El suelo crujió con un gemido viejo. Detrás de la última puerta lo esperaba un altar de mármol, y sobre él, un espejo ennegrecido cubierto por un velo de terciopelo. Lucien alzó el velo. El reflejo no mostró su rostro. Mostró a la Bestia. No era monstruo; era sombra encarnada: ojos dorados, piel gris, una figura que respiraba con él y contra él al mismo tiempo.

—No puedes detenerme —dijo la Bestia desde el vidrio.
—No quiero detenerte —contestó Lucien— Quiero entenderte.
—Yo soy lo que queda cuando tú amas.
—Eres lo que temo perder cuando amo demasiado.

El espejo tembló. Un resplandor azul recorrió los bordes.
La voz de la Bestia se hizo más grave, más humana.

—Si la sigues, te destruirás.
—Si la pierdo, no quedará nada que destruir.

El cristal estalló.

Lucien cayó de rodillas entre los fragmentos, jadeando.
Una herida fina cruzaba su palma: sangre mezclada con reflejo. La Bestia ya no estaba en el espejo. Ahora estaba dentro. Ariadna sintió el cambio como se siente un trueno antes del relámpago. El aire del salón se volvió espeso; las velas se doblaron. Corrió por el pasillo hasta encontrarlo.

Lucien estaba arrodillado entre los vidrios rotos, respirando como si cada aliento le costara un alma. Sus ojos alternaban entre el azul y el dorado, entre hombre y bestia. Ella no se detuvo. Se arrodilló frente a él, tomó su rostro entre las manos y lo obligó a mirarla.

—Lucien… mírame.
—No puedo —gruñó, su voz ya no del todo suya—. Si te miro, lo despertaré por completo.
—Entonces déjalo ver lo que ama.

La frase cayó como una bendición envenenada. Lucien la miró, y la Bestia rugió dentro de él… pero no la atacó. La reconoció. Ariadna apoyó su frente en la de él.

—No luches contra lo que eres.
—No sé si soy hombre o condena.
—Eres ambos, y te amo en los dos.

Sus palabras fueron un hechizo. El dorado se mezcló con el azul. La Bestia dejó de gruñir. Lucien la sintió doblarse, rendirse, y por primera vez en siglos, obedecer. La lluvia comenzó afuera, suave, constante. Lucien la tomó entre sus brazos. Sus cuerpos se unieron no con violencia, sino con esa urgencia dulce de quienes saben que el amanecer podría no llegar. Cada caricia era una plegaria, cada beso, una promesa que el destino intentaría romper. Ariadna lo besó hasta que la Bestia dejó de respirar, y el hombre volvió a ser solo hombre, aunque temblara como si el amor fuera una espada en el pecho. Cuando él se apartó apenas, le susurró con una voz que parecía de acero y de niño:

—No quiero hacerte daño.
—Entonces no huyas.
—No lo entiendes… dentro de mí hay hambre.
—Dentro de mí hay fe.
—La fe no alimenta a los monstruos.
—El amor sí.

Y lo besó otra vez. Lucien cayó con ella al suelo de mármol, y la casa entera contuvo el aliento. La Bestia, adormecida en su sangre, se limitó a observar: por primera vez no quería destruir… quería sentir. Ariadna le acarició la espalda, los hombros, el rostro. Sus ojos brillaban con lágrimas, pero no de dolor.

—Ya no necesito salvarte —susurró—. Solo quedarme.

Lucien cerró los ojos y se rindió. Y en ese momento, la Bestia y el hombre fueron uno. Las horas pasaron sin tiempo. Cuando el amanecer llegó, Lucien dormía en sus brazos. El dorado había desaparecido de sus ojos, pero el jardín afuera florecía con una intensidad imposible.

Ariadna lo miró y comprendió la verdad: la maldición nunca había sido una prisión… era una prueba. El jardín no quería destruirlos. Quería saber si el amor podía sobrevivir al miedo. Y había sobrevivido. Por ahora. La campana del ala norte sonó una vez, seca, metálica. Lucien despertó sobresaltado. Ariadna se incorporó, atenta. Desde el pasillo, una corriente helada trajo una sola palabra escrita en el polvo del suelo:

Hermano.

Lucien palideció.

—Eso no puede ser.

—¿Quién? —preguntó Ariadna.

Él apretó los puños.

—El único hombre que puede hacerle hablar a la casa.

Su mirada se endureció.

—El que me condenó a la Bestia.

Ariadna lo tomó de la mano.

—Entonces vayamos a su encuentro.

—Si es lo que pienso, no volveremos iguales.

—Nunca lo fuimos —respondió ella, y sonrió.

Caminaron juntos hacia el corredor sellado del ala norte.
Las velas se encendieron solas, una a una, como si el fuego los esperara. En la última puerta, el aire olía a lluvia, a espinas y a verdad.




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