El aire del corredor tenía un peso de iglesia antes del sacrificio. El fuego de las velas danzaba torcido, como si temiera mirar. Ariadna sintió el pulso del jardín en la piel: una vibración profunda, animal, que nacía de los cimientos y subía por las paredes como una plegaria sin fe.
Lucien avanzó despacio, la lámpara en alto. Frente a él, la silueta de su hermano mtan idéntica que dolía— esperaba con la calma de un dios antiguo.
Los ojos dorados del reflejo brillaban con la serenidad de quien ya no tiene nada que perder.
—Creí que habías muerto —repitió Lucien, sin levantar la voz.
—Morí —respondió el otro—. Pero tú me diste forma cada vez que amaste.
—Entonces no eres mi hermano.
—Soy lo que tú negaste ser: el amor sin control, el deseo sin fe, la Bestia completa.
El silencio que siguió fue de vidrio a punto de romperse.
Ariadna dio un paso, pero Lucien extendió la mano para detenerla.
—No —susurró—. No lo mires. Se alimenta de atención.
El reflejo sonrió, mostrando dientes blancos como promesas vacías.
—Me alimenta tu miedo, no su mirada.
El suelo vibró.
Las raíces del jardín subieron por las grietas del mármol.
El reflejo levantó los brazos y las sombras se curvaron, tomando forma de alas.
—No vine a destruirte, Lucien.
—Mentiroso.
—Vine a liberarte.
Las luces se extinguieron una a una.
El pasillo se volvió noche pura.
Solo el dorado de sus ojos y el azul de los de Lucien iluminaban la oscuridad.
Ariadna, entre ellos, sintió cómo su propio corazón latía con dos ritmos distintos.
El de Lucien —humano, irregular, tierno— y el del reflejo —perfecto, frío, implacable—.
Dos versiones del mismo amor, enfrentadas.
Dos mitades de un alma que la amaban y querían poseerla de maneras distintas.
—¿Por qué luchan? —preguntó ella, la voz temblando como una cuerda—.
—Porque él quiere salvarte —dijo el reflejo—.
—Y yo quiero amarte.
Lucien se giró, furioso.
—Tú no sabes amar.
—No —admitió la Bestia—, pero sé permanecer.
El viento golpeó las ventanas.
Los cristales se fracturaron, y de la grieta del suelo brotó una raíz luminosa, blanca, viva.
Ariadna la reconoció: era la vida del jardín.
Y entendió con horror que el lugar solo podía tener un guardián.
Solo uno de los dos podía quedarse.
Lucien arremetió. El impacto fue seco: dos cuerpos idénticos chocando con la furia de siglos contenidos. El aire se llenó de un resplandor dorado y azul, como si el cielo y el infierno hubieran decidido compartir escenario. La Bestia lo derribó.
—Eres débil porque amas —gruñó.
Lucien respondió con una sonrisa triste.
—Y tú existes porque yo amé primero.
Se incorporó, sangrando del labio. Ariadna quiso correr hacia él, pero una raíz le bloqueó el paso. El jardín no quería que interviniera.
—¡Déjenlo! —gritó ella, con voz quebrada—. ¡Esto no es amor, es orgullo!
El reflejo se volvió hacia ella, y por primera vez su expresión no fue cruel.
—Amor y orgullo son lo mismo cuando se ama demasiado.
La raíz que la retenía empezó a brillar. El jardín respondía a sus palabras. Ariadna lo comprendió: la única forma de salvarlo era elegir No al más fuerte.vSino al que recordara amar.
—Lucien —susurró—, mírame.
Él giró el rostro.Sus ojos azules eran océano y tormenta.
—Recuerda quién eres.
—Soy ambos —dijo él, jadeando—. Y ambos te aman.
—Entonces deja que te ame yo.
Ariadna corrió hacia él, desafiando las raíces. Las espinas le rasgaron la piel, pero no se detuvo. Cayó de rodillas frente a los dos. La Bestia levantó el brazo para apartarla, pero su mano tembló. Ariadna tomó la herida de Lucien y la presionó contra su propio pecho.
—Si vas a destruirlo, destrúyeme también.
—No puedes con él —dijo la Bestia.
—No vine a luchar —susurró ella—. Vine a recordar.
Lo besó.
Un beso breve, sincero, desesperado. Lucien se estremeció, y la Bestia rugió dentro de él. El reflejo gritó como si lo quemaran.bEl dorado de sus ojos comenzó a fundirse con el azul del otro.
El aire se llenó de luz. El jardín vibró. Las raíces se alzaron y luego se rindieron. El reflejo retrocedió, tambaleante. Su voz sonó más humana.
—Así no debía ser…
—Así debía ser —respondió Ariadna.
El gemelo cayó de rodillas, tocándose el pecho. Por primera vez, sangre roja manchó su camisa. Lucien lo observó con una mezcla de pena y compasión.
—Te libero —dijo en voz baja—.
—Y yo te completo —susurró el otro.
El reflejo se desvaneció como humo, dejándole en la garganta un eco de rugido y perfume de tierra mojada.Lucien cayó hacia adelante, exhausto, pero vivo. Ariadna lo sostuvo, su respiración mezclada con la de él. El silencio fue total. Solo el jardín suspiró, satisfecho. Horas después, cuando amaneció, el sol atravesó los vitrales rotos. Lucien dormía con la cabeza en el regazo de Ariadna. Su rostro era tranquilo. Ella le acarició el cabello con una ternura tan pura que el aire pareció volverse dorado.
—Lo venciste —susurró.
—No —dijo él, abriendo lentamente los ojos—. Lo integré.
Sus pupilas reflejaban un azul profundo, pero en el fondo… una chispa de oro permanecía. La Bestia no había muerto.
Solo había aprendido a amar sin devorar. Ariadna sonrió.
—Entonces ya no hay maldición.
Lucien la miró, en silencio, y respondió con la verdad que ella temía oír:
—Toda bendición empieza siendo una maldición. Y el jardín nunca olvida a quien lo amó.
El viento abrió las ventanas. Las hojas cayeron sobre el suelo de mármol como pétalos oscuros. A lo lejos, la campana del ala norte sonó tres veces. El jardín había despertado de nuevo..Y esta vez, sus raíces tenían voz. Una voz que susurró desde lo profundo:
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Editado: 07.11.2025