El Jardín Del Pecado

Donde la luz abraza al monstruo

Ariadna despertó sobresaltada. El aire del dormitorio era pesado, saturado de silencio. El fuego de la chimenea, en el piso inferior, seguía encendido, aunque el amanecer ya se filtraba por los ventanales con un brillo pálido. No había pájaros, ni viento. Solo un eco… un leve gemido ahogado que ascendía por las escaleras.

Lucien.

Se incorporó, el corazón latiendo con urgencia. Su instinto le gritaba que corriera, pero su alma le decía lo contrario: debía acercarse con calma, con el mismo cuidado con que se acaricia a un animal herido. Descendió los escalones en silencio, envuelta apenas por un chal.

Lo encontró frente al fuego. Sentado. Inmóvil. El reflejo de las llamas dibujaba sombras en su rostro, marcando las líneas de su tristeza como si fueran grietas. Ariadna se detuvo al verlo. Había una belleza trágica en su figura, una mezcla de poder contenido y desesperanza. El hombre que había desafiado a dioses, pactos y maldiciones ahora parecía un niño perdido en su propio cuerpo.

—Lucien… —susurró, acercándose.

Él no respondió. Sus ojos estaban fijos en el fuego. Cuando ella lo tocó, su cuerpo tembló con una sacudida, como si volviera de un sueño profundo.

—No te acerques… —murmuró con voz ronca.

—Ya estoy cerca —respondió ella, arrodillándose frente a él—. No tienes que esconderte de mí.

Lucien la miró. Su mirada tenía algo roto.

—No sabes lo que hay dentro de mí, Ariadna.
—Sí lo sé —dijo ella con calma—. Lo vi. Lo sentí.
—Entonces deberías tener miedo.
—Lo tengo. Pero el miedo no me aleja. Me enseña dónde amarte.

Sus palabras lo atravesaron como una caricia y una daga.
Lucien bajó la cabeza, vencido. Sus manos, frías, buscaron las de ella.

—No sé cuánto tiempo más podré resistir.

—No tienes que resistir —susurró Ariadna—. Solo déjame entrar.

Ella tomó su rostro entre las manos, con una ternura que dolía. Sus pulgares rozaron las ojeras, la piel cansada, los labios resecos. Lucien cerró los ojos y dejó que el contacto lo envolviera. Por un instante, la Bestia rugió dentro de él, inquieta. Ariadna lo sintió: un escalofrío oscuro que le subió por los brazos, un pulso ajeno que quiso apartarla. Pero no se detuvo. Le habló al alma que compartía con Lucien, a esa sombra que también era parte de él.

—No te odio —susurró—. No quiero matarte.

—¿Por qué? —gruñó la voz desde su pecho.

—Porque naciste del amor que él no supo comprender. Eres su dolor hecho forma… y el dolor también merece descanso.

La Bestia rugió otra vez, pero su rugido fue más bajo, cansado. Lucien apretó los dientes. Sus manos se crisparon, tratando de apartarla, pero Ariadna se aferró más fuerte.

—Lucien, mírame.

Él obedeció. Los ojos dorados centellearon, pero no de furia. De súplica.

—Déjala dormir —pidió ella, acercándose.

—No puedo…

—Sí puedes. No pelees. Abrázala.

Lo besó.

Fue un beso lento, profundo, lleno de ternura y fuego.
Lucien sintió que su respiración se mezclaba con la de ella, que el aire en sus pulmones tenía su sabor. El rugido interior se quebró. La Bestia retrocedió, debilitándose, arrullada por la suavidad de su voz y la calidez de su tacto.Ariadna lo abrazó con fuerza, apoyando la frente contra su pecho.

—Duerme —susurró—. Déjala descansar dentro de ti. No es tu enemiga. Es tu sombra.

Lucien la envolvió con los brazos, temblando. El dorado de sus ojos se apagó lentamente hasta quedar en un azul profundo. Su cuerpo se relajó, y un suspiro escapó de sus labios, largo, roto. Las llamas bajaron, suavizándose. Ariadna sintió el cambio. El poder que antes la repelía ahora la envolvía como un abrigo cálido. El jardín afuera volvió a latir. Lucien la miró con los ojos aún húmedos.

—¿Qué has hecho? —preguntó, con voz ronca.

—Te he amado —respondió ella.

—¿Y si eso me destruye?

—Entonces morirás amado. Y nada podrá vencerte.

Él sonrió débilmente, una sonrisa que era gratitud y rendición al mismo tiempo.

—No merezco esto.

—No hables de merecer —susurró ella, recostando su frente en la suya—. Solo de sentir.

Lucien apoyó las manos en su cintura, temblando todavía

—Eres mi calma y mi castigo —dijo con voz baja.

—Y tú… —ella lo miró, los labios apenas rozando los suyo

— eres el caos que aprendí a amar.

El beso que siguió no fue de deseo salvaje, sino de amor absoluto. De redención. De dos almas que ya no querían huir de su oscuridad. El fuego se extinguió del todo. Solo quedó la respiración entrecortada de ambos, el murmullo del jardín fuera, y el suspiro final de la Bestia, rendida. Lucien apoyó la cabeza en el regazo de Ariadna. Ella acarició su cabello, con ternura infinita.

—Duerme —le dijo—. Ya no estás solo.

—Prométeme que si ella vuelve… harás lo mismo.

—Lo prometo —susurró—. Pero dudo que quiera despertar después de esto.

Lucien sonrió débilmente, y sus ojos se cerraron. Por primera vez desde su infancia, durmió sin miedo.Ariadna lo observó en silencio, sabiendo que en ese instante el amor había hecho lo imposible: convertir la oscuridad en descanso El jardín, complacido, floreció una vez más. Y entre las sombras de sus raíces, algo susurró con dulzura:

El monstruo duerme pero el amor jamás descansa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.