El Jardín Del Pecado

Bajo la nieve y las sombras

La noche había caído silenciosa sobre la mansión.
La nieve descendía en copos lentos, brillando con un resplandor azulado bajo la luna. El jardín, antes oscuro y trémulo, parecía ahora un paraíso dormido: las flores cubiertas de escarcha, las fuentes congeladas en el instante exacto de un salto de agua, los rosales temblando bajo el peso del hielo.

Ariadna salió primero. Llevaba una capa blanca sobre los hombros, y su aliento formaba nubes pequeñas en el aire helado. Lucien la siguió en silencio, su figura negra recortándose contra el resplandor níveo, como si la oscuridad misma caminara tras la luz. Cuando ella giró, lo vio sonreír. Era una sonrisa que dolía de tan pura, como si su alma se iluminara solo al verla allí, entre la nieve.

—Creí que el jardín dormía —susurró ella.

—Duerme —dijo él—. Pero escucha tus pasos.

Se acercó lentamente, hasta quedar frente a ella. La miró con los ojos azules, tan profundos que el reflejo de la luna se perdió en ellos.

—¿Escuchas? —preguntó él.

Ariadna guardó silencio. Y entonces lo oyó: un sonido leve, como el murmullo de hojas que respiran. El jardín latía. Bajo sus pies, la nieve se iluminó con un brillo dorado. De las raíces brotó una tibia neblina, y el hielo comenzó a derretirse lentamente, dibujando un sendero que los conducía hacia la fuente central. Lucien tomó su mano.

—Nos bendice —dijo en voz baja.

—¿Por qué?

—Porque el amor también puede alimentar la oscuridad… y esta vez lo hace para crear, no destruir.

Caminaron juntos por el sendero brillante. A su paso, las flores de cristal se abrían y cerraban como si los saludaran. La nieve caía sobre sus cabellos y hombros, pero se derretía al instante, dejando tras de sí un resplandor leve, casi mágico. Lucien la miró con ternura.

—Nunca imaginé que algo tan puro pudiera tocarme.

—Porque nadie te amó así antes —respondió Ariadna.

—Ni siquiera yo supe hacerlo —murmuró él — Hasta que llegaste.

Ella se detuvo frente a la fuente. El agua, a pesar del frío, seguía corriendo bajo una capa delgada de hielo. Se inclinó para mirar el reflejo de ambos.

—El jardín nos refleja —dijo en voz baja.

—Y nos protege. —Lucien pasó un brazo por su cintura— Es su manera de agradecerte.

Ariadna lo miró sorprendida.

—¿Agradecerme?

—Sí. Tú hiciste lo que el jardín nunca pudo: amar a su monstruo sin querer destruirlo.

Ella sonrió suavemente, y la sonrisa fue suficiente para derretir lo poco de invierno que quedaba entre ellos.

Lucien la besó. Fue un beso dulce, pero también salvaje; una mezcla de fuego y nieve. El jardín respondió al gesto: las ramas de los rosales se inclinaron, formando un arco sobre sus cabezas, y las flores muertas brotaron en un instante, rojas como la sangre, vivas como un juramento eterno. La nieve comenzó a caer más rápido, pero no era fría: caía tibia, perfumada, como si el cielo también los bendijera. Lucien la abrazó con fuerza. Sus labios rozaron su cuello, su respiración temblaba. No había deseo vulgar ni furia, solo la necesidad de sentirse real en los brazos de quien lo veía más allá del monstruo.

—No me sueltes —susurró él.

—Nunca —respondió ella, acariciando su rostro—. No mientras la oscuridad respire.

El jardín resplandeció. Por un instante, Ariadna sintió que las raíces mismas los rodeaban bajo tierra, como si la naturaleza entera quisiera protegerlos. Y el viento, al pasar entre los árboles, sonó como una canción antigua: una melodía que hablaba de redención. Lucien apoyó la frente contra la suya.

—Eres mi hogar —dijo, con la voz temblorosa—. El único que no me teme.

—Eres mi destino —susurró ella— Y el mío nunca fue la luz.

Se besaron otra vez, bajo la nieve, bajo la bendición de un jardín que por fin conocía el amor..El hielo se derritió, el perfume de las rosas llenó el aire, y por un instante el mundo fue perfecto: el cielo, la tierra y los corazones latiendo al mismo ritmo. Pero el amor, cuando alcanza la perfección, llama a la oscuridad. Y la oscuridad siempre responde.nA lo lejos, más allá del muro cubierto de hiedra, un sonido quebró la quietud: un crujido seco, seguido de un rugido bajo. El jardín se estremeció. Lucien se detuvo, alzando la cabeza.

—¿Lo sentiste? —preguntó con voz baja.

—Sí —susurró Ariadna—. ¿Qué fue eso?

—No lo sé… pero no era el viento.

El cielo se oscureció repentinamente. La nieve dejó de caer. Y una sombra cruzó el borde del bosque, tan rápida que apenas se distinguió su forma. Lucien apretó la mano de Ariadna. Su respiración se volvió más rápida, su instinto le advirtió lo imposible: aquella energía no pertenecía al jardín… ni al infierno que él conocía. En la distancia, un par de ojos se abrieron entre los árboles. Dorados, sí, pero más oscuros, más profundos…..Una voz resonó entre la neblina, gutural, como un rugido que nacía del alma:

Así que este es el jardín que traicionó su pacto…

El suelo tembló bajo ellos. Las flores se cerraron de golpe.
Lucien sintió su pecho arder: la Bestia, dentro, despertaba de nuevo. Ariadna lo abrazó, asustada. Él la sostuvo con una mano temblorosa.

—Vete dentro —dijo.

—No —replicó ella, firme—. No sin ti.

—Esta vez no sé si podré protegerte… —su voz se quebró— porque lo que viene no teme a la oscuridad.

El viento sopló con furia, y una figura emergió entre los árboles, envuelta en una capa negra. La nieve a su alrededor se derretía al tocar su presencia. Su voz, grave y serena, resonó:

Lucien de Rouvres… te busco desde el otro lado del jardín.

Lucien retrocedió, los ojos volviéndose dorados. Ariadna sintió el aire helarse a su alrededor. El jardín entero gimió, las raíces se replegaron como si reconocieran aquella energía. Lucien comprendió, horrorizado, lo que eso significaba.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.