El silencio posterior al rugido fue tan absoluto que Ariadna sintió el pulso de la tierra detenerse. El aire olía a hierro, a tormenta, a destino. Lucien la tomó de la mano, su piel helada, los ojos encendidos con el reflejo dorado de la Bestia. Frente a ellos, la figura de aquel hombre, o aquello que parecía uno, avanzó con lentitud.
El jardín se agitó. Las flores se inclinaron, las ramas crujieron, las raíces emergieron como serpientes tratando de proteger a sus dueños. Pero cuando tocaron el suelo bajo los pies del recién llegado, se marchitaron al instante. Ariadna sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Lucien retrocedió, sus pupilas oscilando entre azul y oro.
—¿Quién eres? —preguntó con voz firme, aunque su alma temblaba.
El extraño alzó la mirada. Era alto, de cabello oscuro, la piel pálida como la nieve que lo rodeaba. Su rostro tenía una belleza inhumana: casi idéntico a Lucien, pero más severo, más perfecto, como si la naturaleza misma lo hubiera esculpido con crueldad. Cuando habló, su voz resonó como un eco multiplicado.
—Soy lo que el jardín olvidó.
Lucien lo observó en silencio, con el presentimiento de estar frente a un espejo del pasado.
—No te creo. El jardín no olvida.
—Oh, sí lo hace —respondió el desconocido con una sonrisa fría—. Olvida lo que teme.
Ariadna dio un paso hacia él.
—¿Qué quieres de nosotros?
El hombre la miró, y sus ojos se tornaron de un dorado rojizo, tan brillante que el aire chispeó a su alrededor.
—De ti… nada.
—Entonces…
—De él, todo.
Lucien se interpuso entre ambos, y el jardín reaccionó. Las ramas de los robles se inclinaron sobre el intruso como lanzas. El extraño no se movió. Con un gesto apenas perceptible, el aire se estremeció y los árboles se partieron por la mitad, cayendo en silencio. El jardín gritó. Un gemido profundo, casi humano, recorrió la tierra. Ariadna cayó de rodillas, llevándose las manos al pecho: podía sentirlo en su alma, como si una parte de ella estuviera siendo arrancada. Lucien la sostuvo.
—¡Ariadna, mírame!
—Siento… su dolor… el jardín… —jadeó ella.
—¡No lo mires! ¡Te está usando!
Pero era demasiado tarde. La nieve se elevó en espirales, girando alrededor del extraño, que avanzó un paso más, tranquilo, invencible.
—Lucien —dijo—. Tu jardín no puede salvarte.
—No necesito que lo haga.
—Claro que sí. No ves que eres mi espejo.
Lucien apretó los dientes.
—No soy como tú.
—Lo eres, solo que con una jaula más dorada.
La Bestia dentro de Lucien rugió. Sus manos se crisparon, la piel bajo sus venas ardía. El aire entre ambos se volvió pesado, como si el tiempo mismo contuviera el aliento. Entonces el extraño habló otra vez, y su voz sonó casi dulce:
—Mi nombre es Rhaziel. Soy la Bestia original. La primera.
Lucien lo miró, horrorizado.
—Imposible…
—Nada es imposible cuando el amor corrompe —susurró Rhaziel, dando un paso más— Tú eres mi herencia… mi eco imperfecto.
El cielo se oscureció de golpe. La nieve dejó de caer, reemplazada por ceniza. El jardín se agitó con desesperación. Ariadna se arrodilló y apoyó las manos en la tierra, rogándole en silencio.
—Por favor… ayúdanos… —murmuró— No dejes que nos arrebate lo que somos.
El suelo respondió. De las raíces brotaron hilos de luz, envolviendo a Lucien y Ariadna en un resplandor dorado. Pero Rhaziel sonrió.
—Hermoso. El jardín aún obedece. Pero pronto recordará a quién pertenece.
Lucien dio un paso adelante, furioso.
—¡Jamás! ¡Tú no lo volverás a tocar!
Rhaziel lo miró con una mezcla de burla y piedad.
—Dime, Lucien… ¿qué crees que soy?
—Un demonio.
—No.
Rhaziel alzó una mano y tocó el aire, que se volvió sólido bajo sus dedos.
—Soy tu origen.
Ariadna lo observó, aterrada.
—¿Tu… origen?
Rhaziel asintió lentamente.
—Antes de ti, antes de Vera, antes del jardín… existí yo. Fui la semilla. Fui la primera unión entre el amor y la bestia.
Lucien palideció.
—Entonces…
—Sí —susurró Rhaziel— Lo que corre por tus venas es mío. Y lo que amas… algún día me pertenecerá también.
Ariadna se levantó con dificultad. Su voz tembló, pero su mirada fue firme.
—Jamás.
—Ya veremos.
El viento sopló con fuerza. El manto de Rhaziel se agitó, y por debajo de su piel se movió algo: una sombra viva, reptante, como si bajo su carne durmiera otra criatura, más grande, más antigua. Lucien retrocedió un paso. La Bestia dentro de él rugió, asustada por primera vez.
—¿Qué eres realmente? —preguntó con voz quebrada.
Rhaziel sonrió.
—Soy lo que el amor no pudo salvar. Y he venido a reclamar lo que me arrebató.
El jardín lanzó un último destello dorado, protegiéndolos. Rhaziel se desvaneció entre la nieve, como si la noche misma lo tragara.
Solo su voz quedó, resonando entre los árboles:
Amar fue tu error. Y será también tu condena.
Lucien cayó de rodillas, jadeando, con Ariadna a su lado. El resplandor del jardín se apagó lentamente. Las flores se marchitaron una a una.nElla lo abrazó con fuerza.
—Lucien… ¿qué va a pasar?
Él la sostuvo, los ojos húmedos, y respondió con un hilo de voz:
—Lo que pasa cuando la oscuridad recuerda cómo amar.
Muy lejos, entre las montañas, Rhaziel se detuvo en lo alto de una colina. Sus ojos brillaron como fuego líquido. Dentro de su pecho, algo se movió… un rugido grave, profundo, familiar. Una segunda Bestia, encerrada bajo su piel, se estremeció al escuchar su nombre.
Lucien…
El villano sonrió.
—Prepárate. El amor que te salvó será el mismo que te destruya.
Y en el cielo, la luna se tiñó de negro.
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Editado: 07.11.2025