El Jardín Del Pecado

La Caricia del Veneno

El amanecer llegó, pero no trajo consuelo.bEl jardín amaneció gris. Las flores no abrían, los rosales se inclinaban como en luto, y el aire, antes perfumado, olía a humedad y a ceniza. Lucien no había dormido.

Permanecía junto a Ariadna en el salón principal, observando las sombras que se movían tras los ventanales como si el día se negara a comenzar.

—No volverá hoy —dijo ella, en un intento de calma.

—No —respondió él—. Pero su sombra ya está aquí.

Ariadna se acercó, apoyando una mano en su pecho. El corazón de Lucien latía rápido, irregular, como si temiera algo que aún no tenía forma. Ella lo sintió vibrar, débil, y comprendió que el poder de Rhaziel había dejado una huella.

—No puedes enfrentarlo solo.

Lucien negó lentamente.

—No puedo enfrentarlo de ningún modo.

Sus palabras cayeron con el peso del destino. Ariadna lo abrazó, y él se dejó envolver. Durante unos segundos, el silencio pareció curar el aire, pero el jardín afuera susurraba un nombre:

Rhaziel… Rhaziel…

Lucien cerró los ojos con fuerza.

—Lo escuchas, ¿verdad?

—Sí… —susurró Ariadna—. Está dentro del jardín.

—No… —corrigió él, con voz apenas audible— Está dentro de mí.

Horas después, Ariadna lo condujo al corazón del jardín, allí donde las raíces antiguas se cruzaban bajo una cúpula de cristal. El lugar había sido sagrado desde hacía generaciones: allí se sellaban los pactos y se curaban las almas.

—Si el jardín nos bendijo una vez —dijo ella— puede hacerlo de nuevo.

Lucien la miró con cansancio, pero sin desconfianza. Sabía que su fe era más fuerte que su propia voluntad.

—Si algo me pasa…

—Calla. No vas a morir.

—A veces eso no es lo peor.

Ella le acarició el rostro con una ternura que parecía arrancar dolor con cada roce.

—Entonces vivirás conmigo, aunque duela.

El jardín pareció reaccionar. Un haz de luz descendió desde la cúpula, iluminando sus rostros. Las raíces se movieron lentamente, formando un círculo alrededor de ellos, como si los reconocieran. Lucien se arrodilló. Ariadna lo imitó. Juntos, apoyaron las manos sobre la tierra húmeda.

—Te lo ruego —susurró ella — Déjanos ayudarte. Déjanos amarte.

La tierra respondió con un latido. Lucien lo sintió bajo sus dedos, como un pulso cálido, casi humano. Por un instante creyó que el jardín lo aceptaba, que todo volvería a florecer. Pero algo cambió. El pulso se detuvo. El suelo se enfrió de golpe. Las raíces se tensaron, apretando sus muñecas. Ariadna jadeó.

—¿Lucien?

—No te muevas…

Las raíces comenzaron a subir por sus brazos, serpenteando, rodeándolos con lentitud. Lucien sintió el poder antiguo del jardín, pero mezclado con otro aroma: azufre.

—Nos está probando —dijo ella, temblando.

—No —susurró él—. Nos está contaminando.

El dorado regresó a sus ojos. Por dentro, la Bestia rugía, intentando liberarse. Pero esta vez, la voz que la guiaba no era suya.

Déjame salir…

Lucien se llevó una mano al pecho, jadeando. Ariadna trató de apartar las raíces, pero estas se clavaron más hondo, dejándole cortes sangrantes.

—¡Lucien, resiste!

—No puedo… él está dentro del suelo… dentro del aire…

El jardín entero se estremeció. Las flores se abrieron de golpe, no con vida, sino con fuego negro. Los pétalos ardían sin consumirse, iluminando la escena con un resplandor perverso. Ariadna gritó, pero Lucien la sujetó con fuerza, abrazándola.

—Mírame. ¡No mires al fuego!

Ella lo obedeció, y en ese contacto de miradas algo volvió a encajar. La Bestia se contuvo. El fuego retrocedió. Las raíces los soltaron. Cayeron juntos al suelo, respirando con dificultad. El jardín quedó en silencio, pero ya no era el mismo. Las flores negras seguían ardiendo en los bordes del camino. Lucien levantó la vista, sudando, pálido.

—Él lo está corrompiendo desde dentro.

—Entonces lo detendremos —dijo Ariadna, aún temblando.

—No entiendes… —la voz de Lucien era apenas un susurro— no quiere destruirlo.

—¿Qué quiere, entonces?

Lucien la miró con una tristeza infinita.

—Quiere reemplazarlo.

Esa noche, mientras Ariadna dormía, Lucien se levantó en silencio. Salió al balcón. El jardín seguía cubierto de nieve, pero los rosales ardían en pequeñas brasas negras, como corazones latiendo en penumbra. Al tocarlas, el fuego no quemó su piel… lo reconoció. Una voz habló dentro de su mente, clara, serena, inhumana:

No luches, Lucien. No soy tu enemigo.

Lucien respiró con dificultad.

—¿Rhaziel?

No. Soy la parte de ti que no supiste amar.

El fuego se extendió. Cada pétalo comenzó a abrirse con un resplandor oscuro, y del interior surgió un susurro colectivo: miles de voces diminutas, como si las almas del jardín hablaran a la vez.

Él no viene por ti… viene por ella.

Lucien palideció. Miró hacia la habitación donde Ariadna dormía, ajena al peligro. El aire se volvió gélido. Las luces se apagaron solas. Y en el reflejo del cristal del balcón, vio algo detrás de sí: una silueta envuelta en humo, con ojos rojizos y sonrisa tranquila.

Buenas noches, Lucien…

El cristal se agrietó. El fuego negro se elevó en un espiral silencioso. Y la luna, por segunda vez, se tornó carmesí.




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