Ariadna despertó entre sombras. El fuego de la chimenea se había extinguido, y el viento golpeaba los ventanales con un lamento antiguo. Su corazón latía desbocado. Había soñado con él con su voz, con sus manos, pero ahora el aire estaba vacío, sin su presencia.
—Lucien… —susurró, buscando en la oscuridad.
Silencio. Solo el crujir del jardín, gimiendo bajo el peso de la noche. Corrió hacia el balcón..El cielo era una herida abierta, la luna partida en dos. Y bajo esa luz, el jardín estaba cubierto de una niebla roja.
—No… no puede ser.
Cruzó la puerta sin pensarlo. Sus pies descalzos tocaron la nieve y ardieron. El aire olía a sangre y a rosas marchitas. El jardín no respiraba: sufría.
—Lucien… ¿dónde estás?
Una voz respondió desde la oscuridad.
—Aquí.
Ella se giró bruscamente. Lucien estaba de pie entre las rosas negras, con la camisa abierta, el cabello revuelto, la piel cubierta por un leve resplandor dorado. Parecía más hermoso que nunca, pero había algo en su mirada que la heló. Era él… y al mismo tiempo no lo era.
—Lucien… —susurró, corriendo hacia él.
Él la sostuvo en brazos con fuerza, casi con desesperación.
—Te busqué —murmuró ella—. Pensé que te había perdido.
—Nunca podrías perderme —respondió él, con una sonrisa extraña— Ni aunque quisieras.
Su voz era la misma, pero su tono era una caricia que escondía filo. Ariadna lo observó, temblando.
—¿Estás bien?
Lucien deslizó una mano por su rostro.
—Nunca mejor. Me siento… completo.
Sus dedos se detuvieron en su cuello.
Su tacto quemaba.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella, apartándolo suavemente.
Lucien la observó, con una ternura oscura en los ojos.
—Significa que ya no tengo miedo de lo que soy.
Durante los días siguientes, Lucien volvió a ser el amante perfecto. Más atento. Más apasionado. Más posesivo. Ariadna lo amaba, pero algo en su interior le susurraba que esa perfección era antinatural. Cada vez que lo miraba a los ojos, notaba un brillo distinto más intenso, más devorador. El jardín lo sabía.
Por las noches, las raíces se agitaban bajo la tierra. El perfume de las flores se volvió más dulce, casi embriagador, pero también enfermizo. Ariadna lo sentía: el jardín ya no la obedecía solo a ella. Una tarde, mientras Lucien dormía, bajó a la cúpula de cristal. Allí, las raíces del corazón del jardín parecían pulsar con luz dorada y negra a la vez. Cuando las tocó, una voz habló en su mente:
Él no es él. Su alma está dividida.
Ariadna retrocedió, horrorizada.
—No… no puede ser.
La voz continuó:
El enemigo no destruyó al amado. Lo habita.
El miedo la atravesó como un relámpago.
Subió corriendo las escaleras, con el corazón en la garganta. Pero al abrir la puerta del dormitorio, lo encontró despierto.
Esperándola. Lucien estaba sentado al borde de la cama. Sus ojos eran completamente dorados.
—¿Dónde estabas, amor? —preguntó con una calma que helaba.
—En el jardín… —respondió ella, intentando mantener la voz firme.
—Te pedí que no bajaras sin mí.
Se levantó, y por un instante el aire se volvió denso. Ariadna retrocedió. Lucien sonrió con tristeza.
—¿Tienes miedo?
—No de ti… —susurró ella.
—Entonces, ¿de quién?
Ariadna tragó saliva.
—Del hombre que se parece a ti, pero no eres tú.
La sonrisa se desvaneció. Lucien la miró en silencio, y en sus ojos una sombra se movió.
—¿Y si te dijera que ese hombre soy yo también?
Ella negó, con lágrimas en los ojos.
—No. Lucien jamás me miraría así.
Él se acercó un paso.
—¿Así cómo?
—Como si quisieras poseerme hasta borrarme.
—Porque te amo —dijo, y su voz fue un susurro que estremeció el aire— Y el amor… devora.
Ariadna sintió el corazón detenerse.
—¿Eres tú, Lucien… o eres él?
Él la tomó del rostro, con una ternura casi dolorosa.
—Soy ambos. Él y yo.
—¿Qué hiciste?
—Lo que debía. Para protegerte.
—¡No! —gritó ella, intentando apartarlo— Lo dejaste entrar.
Lucien la sostuvo con fuerza.
—No entiendes, Ariadna. Sin él, habría muerto. Ahora puedo amarte sin límites. Sin miedo.
—¡Pero a qué precio!
Su mirada se endureció.
—El precio no importa, mientras seas mía.
El jardín gimió, retorciéndose. Las flores comenzaron a marchitarse una vez más. Ariadna se soltó y corrió hacia la ventana.
—El jardín no te reconoce… —susurró— Te teme.
—Porque el jardín recuerda su creador.
Ella se giró.
—¿Qué dijiste?
Lucien —o Rhaziel— sonrió.
—El jardín me pertenece. Yo lo sembré… hace siglos.
El suelo tembló. Las raíces atravesaron el piso, cubriendo sus pies. Ariadna gritó, intentando liberarse, pero el aire se volvió espeso. Lucien extendió la mano.
—Ven conmigo, y el jardín volverá a florecer.
—No eres tú…
—Soy lo que él será siempre. Lo que tú amas, multiplicado.
Ariadna lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—No quiero tu amor. Quiero el suyo.
Él rió, una risa grave y triste.
—No puedes tener uno sin el otro.
Se acercó despacio, hasta quedar frente a ella. Sus dedos rozaron sus labios. El tacto era fuego y hielo. Ariadna cerró los ojos, sintiendo la contradicción: el mismo hombre que la había salvado ahora la quemaba con su deseo. Y aun así… su corazón lo reconocía.
—Lucien… —susurró.
Por un instante, algo cambió. Los ojos dorados titilaron, mostrando un destello azul. Lucien, el verdadero, peleaba dentro.
—Ariadna… —susurró su voz débil, desde el fondo de ese cuerpo— No te acerques…
Ella lloró.
—¡Resiste, por favor!
—No puedo…
—Entonces déjame amarte.
Lo besó. Fue un beso desesperado, lleno de lágrimas y amor. Por un instante, el aire se iluminó. El dorado y el azul se fundieron, y el jardín emitió un resplandor. El suelo dejó de temblar. El fuego negro se apagó. Lucien cayó de rodillas, jadeando, la cabeza entre las manos..Ariadna lo abrazó.
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Editado: 07.11.2025