El Jardín Del Pecado

El corazón con barrotes

La casa sangraba silencio. El jardín, allá afuera, exhalaba un vapor oscuro que no era niebla ni aliento: era miedo. Rhaziel había rasgado el sueño, arrancándose del cuerpo de Lucien como una astilla de noche, y ahora caminaba libre; pero el hombre que amabas no estaba muerto: estaba encerrado en el único lugar donde nunca quiso volver a estar… el corazón del jardín.

Ariadna se aferró al marco de la puerta del dormitorio para no desmoronarse. El espejo frente a la cama conservaba todavía el temblor del último susurro del intruso. El vidrio se empañó con su respiración y, por un instante, en la condensación apareció un trazo: un ojo rodeado de espinas. Lo borró con la palma, con rabia.

—Lucien… —dijo despacio, como quien llama a un herido sin despertarlo—. No voy a dejarte ahí.

La mansión respondió con un crujido en las vigas. No fue amenaza; fue consentimiento. El jardín, también herido, giró su latido para escucharla. A veces los lugares entienden el amor mejor que las personas.

Cruzó el corredor con el paso desnudo, sin detenerse a tomar capa ni lámpara. La luz en los candelabros empezó a arder sola. Bajó las escaleras hasta el invernadero grande, ese donde las glicinas solemnes colgaban como relicarios y la fuente central recordaba, mejor que los humanos, cada promesa rota. El cristal del techo estaba oscuro, cargado de ceniza. La noche parecía pespuntada a mano con hilo de tormenta.

El mosaico del piso se abrió por sí solo, dibujando un óvalo que latía.

—No me pidas precio —advirtió, voz baja, temblor firme—. Ya di tiempo. Ya di sangre. No voy a entregarte su vida.

El agua de la fuente respondió con un ruido antiguo, como de garganta que traga promesas. Entre el mármol y el musgo se alzó un aro de raíces: una corona. No bajaba para tomar su frente; subía para ser empuñadura.

Ariadna metió los dedos entre los nudos terrosos y la corona se cerró sobre su muñeca como un brazalete tibio. Las venas, debajo, aceptaron el abrazo. Sintió el latido triple —tres y tres; pausa— moverse hacia el centro de la tierra, y un sendero se despejó bajo el piso, abriéndose como un párpado.

—Guíame —dijo al jardín—. Sin mentiras.

Las glicinas inclinaron su cabello de sombras a modo de bendición. El aire olió a pan recién hecho y a raíz mojada. Ariadna descendió.

El primer tramo era estrecho, como si las paredes estuvieran hechas de costillas gigantes. Entre cada costilla, un espejo empañado. No reflejaban su rostro; reflejaban gestos de Lucien: la primera vez que apartó la mirada para no llorar; el minuto en que, de niño, entendió que su madre amaba al poder más que a él; el instante exacto en que un beso suyo dejó de ser promesa y aprendió a fingir calma. Ariadna avanzó sin tocar los espejos, aunque cada uno le ofrecía la tentación de quedarse viviendo en ese fragmento.

—No vine a mirarte sufrir —susurró con una ternura que cortaba—. Vine a abrir la jaula.

En la primera curva, el corredor cambió de piel. La piedra se volvió carne de raíz, húmeda y tibia, y de sus fibras emergieron tres figuras, gastadas como las estatuas antiguas: la Rosa, la Espina, el Espejo. El tribunal del jardín. Otra vez.

—Sabíamos que regresarías —dijo la Rosa con una voz hecha de pétalos húmedos—. Los que aman vuelven a donde sangraron.

—No vengo a suplicar —respondió Ariadna—. Vengo a reclamar.

La Espina sonrió, afilada.

—¿Y qué traerás de vuelta cuando lo reclames? —preguntó—. Todo rescate lleva un cuchillo en el lomo.

—Lo traeré a él —dijo Ariadna sin dudar—. Con su sombra y todo.

El Espejo vibró, satisfecho con tanta claridad. En su superficie apareció un Lucien arrodillado, la cabeza colgando, los hombros tensos como si cargara una piedra sobre el cuello. Detrás, un barro dorado respiraba: el jardín mismo lo apretaba contra sí, celoso.

—Quiero verlo —pidió Ariadna.

—Puedes —concedió la Rosa—, si pagas con verdad.

Ariadna cerró los ojos. Sintió la corona en su muñeca latir más rápido, como apurándola. La verdad que dolía no era sobre Lucien: era sobre ella. La dijo sin temblar.

—Tengo miedo de amarlo más de lo que él jamás podrá amarme. Miedo de perder mi risa en su dolor. Miedo de convertirme en su jaula con tal de que no lo toque el mundo.

La Espina bajó la cabeza, equivocadamente conmovida.

—Precio aceptado —dictaminó—. Ahora mira.

El Espejo se abrió como una puerta. El corazón del jardín era una catedral hundida. Las columnas eran troncos viejos que sangraban savia oscura; el piso, un tejido apretado de raíces transparentes por donde corría un líquido dorado. En el centro, bajo una cúpula natural de ramas entrelazadas, Lucien estaba de rodillas, con los brazos atados por lianas que no eran duras ni blandas: eran memorias. Cada hebra contenía un recuerdo suyo, latiendo en miniatura: el primer caballo, la primera mentira, el primer “te amo” que no creyó, el último “perdón” que no recibió.

—Lucien… —la voz de Ariadna salió rota y entera al mismo tiempo.

La cabeza se alzó. Los ojos: azul profundo. Por debajo, en el borde, una chispa de oro como un insecto atrapado. Lucien hizo una mueca que no era sonrisa ni dolor —era reconocimiento.

—Pensé que no debía llamarte —dijo con la voz áspera del que ya se dispuso a morir para ahorrarle trabajo a la pena—. Si me oías, vendrías. Si venías… te herían.

—Me hiere no estar —respondió Ariadna, acercándose despacio—. Eso sí mata.

Él hizo ademán de apartarse, pero las lianas no le permitieron el gesto. Ariadna extendió la mano. La primera memoria que tocó fue tibia: la noche en que él, al borde de su cama, se sostuvo la cabeza con la palma para no gritar. Le ardió el dedo. No retiró la mano.




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