El Jardín Del Pecado

Primera noche sin sueño

La casa había aprendido a callar. Ningún crujido, ninguna corriente, ni siquiera el rumor del fuego. Era como si las paredes contuvieran la respiración, vigilando. Ariadna permanecía en el borde de la cama, con la espalda erguida, la muñeca aún marcada por la línea negra que Rhaziel había dejado.

Lucien dormía o fingía hacerlo. Su pecho subía y bajaba con lentitud, pero en su rostro había algo más que cansancio. Había culpa. La luna se colaba por el ventanal, derramando sobre él un resplandor de mármol que hacía parecer su piel demasiado perfecta, demasiado quieta, como si debajo del cuerpo no latiera sangre sino algo más profundo, más antiguo.

Ariadna lo miraba y sentía el peso del insomnio hundirse en sus huesos. Recordó las palabras de Rhaziel:

Primera noche: te quitaré la sombra.

Hasta ahora, su silueta seguía ahí, obediente sobre la pared… pero cada vez que parpadeaba, le parecía verla moverse sola, apenas un centímetro, como si quisiera escapar.

La línea negra en su muñeca ardía con un pulso propio. Cada latido tenía un eco: uno en su corazón, otro en el de Lucien. Estaban conectados. No por el amor, sino por algo más oscuro y más primitivo que el amor.

Se levantó en silencio. La madera del suelo estaba fría.. Afuera, la nieve seguía cayendo, pero ya no era blanca..A la luz de la luna, cada copo parecía una chispa gris, como ceniza que sube, no que cae. Ariadna bajó al invernadero. El jardín dormía, pero mal. Las raíces se movían bajo la tierra, inquietas, como bestias que sueñan con salir de sus jaulas.

—No lo permitiré —susurró— No se lo llevarán.

El brazalete respondió con un leve calor.
Como si el jardín, a través de ella, prometiera pelear. Lucien despertó sobresaltado.

No hubo grito ni alarido; solo el aire rompiéndose en su garganta..El sueño lo había arrastrado de nuevo al corazón del jardín, y allí había visto algo que no debería existir: su propio rostro desvaneciéndose, consumido por la sombra que lo habitaba. Pero lo peor no era la visión. Lo peor era que había sentido placer. Placer en la disolución. Placer en el olvido.

Se llevó las manos al pecho. El corazón seguía latiendo, pero el ritmo era distinto, más lento, más pesado. Un pulso dorado recorría sus venas, brillando bajo la piel. Lo reconoció: era la marca de Rhaziel, el residuo del fuego oscuro que lo había poseído. Su alma seguía contaminada. Y sin embargo, cuando pensaba en Ariadna, el brillo disminuía, casi se extinguía..Ella era su ancla. Su redención. Y también su condena. Se levantó y bajó en busca de ella.

La encontró en el invernadero, de pie frente a la fuente central, con la cabeza inclinada..El agua reflejaba su rostro y, a su lado, una silueta más: su sombra. Pero la sombra no la imitaba. Sonreía. Mientras Ariadna lloraba en silencio. Lucien sintió que algo dentro de él crujía. Se acercó sin hacer ruido, hasta que estuvo lo bastante cerca como para oler el perfume de su piel. Ese aroma lo enloquecía. Rosas y nieve, pureza y peligro.

—No deberías estar aquí —susurró él.

Ariadna dio un respingo. Se giró despacio, con los ojos brillantes por las lágrimas.

—No puedo dormir.

—Lo sé. Yo tampoco.

El silencio entre ellos fue un océano. Podían sentirlo, ese pulso invisible que unía sus corazones y respiraciones. Lucien dio un paso más. Ella retrocedió, pero no por miedo, sino porque el aire entre ambos ardía.

—Tu sombra… —dijo él, observando la figura reflejada en el agua— Está viva.

—Lo sé. Y la tuya también.

—No. La mía no me sigue. Me observa.

Lucien miró hacia abajo. Su sombra, efectivamente, estaba ahí… pero se movía con retraso, como si necesitara un segundo más para decidir si imitaba o desobedecía. El aire olía a hierro.

Ariadna se acercó y tomó su mano. El contacto fue un relámpago. La línea negra en su muñeca se iluminó y una energía cálida recorrió el brazo de Lucien hasta llegarle al pecho. Ambos jadeaban.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó él.

—Lo que el jardín me enseñó —susurró ella—. Si la oscuridad entra por la sangre, también puede salir por ella.

Lucien quiso apartarse, pero no pudo.
Su cuerpo la necesitaba. La sombra dentro de él rugía, resistiéndose al poder del amor, al tacto que lo debilitaba. Ariadna apretó su mano con fuerza.

—Déjala venir —dijo—. No la detengas.

El cuerpo de Lucien se arqueó. De su pecho brotó un resplandor dorado que se mezcló con la luz blanca de la luna. Por un instante, Ariadna vio el alma de su amado desnuda ante ella: un torrente de fuego y ceniza, un corazón que latía con dos voces, una humana y otra bestial.

—Lucien… —susurró con ternura— No te pierdas.

Él cayó de rodillas, jadeando.

—No puedo… —murmuró—. No sé cuál de los dos soy.

—Eres el que me ama.

La frase fue sencilla, pero se sintió como un conjuro. La Bestia rugió dentro de él, furiosa, intentando romper las cadenas del amor que la confinaban. Lucien levantó la cabeza. Sus ojos se iluminaron: mitad azul, mitad dorado. Era él y no lo era. El hombre y el monstruo. El amante y el verdugo.

Ariadna no retrocedió. —Si tienes que romper algo —dijo con voz firme— rómpeme a mí. Pero no a ti mismo.

Lucien cerró los ojos, temblando. Y la abrazó. Fue un abrazo que dolió, pero no de miedo, sino de verdad. El contacto de sus cuerpos calmó el fuego. Ariadna sintió el peso de su desesperación, el temblor de sus manos, el miedo de perder el control. Le acarició el rostro con ternura.

—Estás aquí —le recordó—. No en el pasado. No en su sombra. Aquí. Conmigo.

Lucien respiró contra su cuello, y el aire salió en un suspiro entrecortado. Su voz era un hilo:

—Si supieras lo que siento cuando te toco…

—Dímelo.

—Siento que puedo destruirte… y que destruirte sería el único modo de tenerte por completo.

Ariadna lo miró sin apartarse.
—Entonces ámame con miedo. Pero ámame.




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