El Jardín Del Pecado

La jaula y la llave

El agua de la fuente seguía dorada.
Lucien la miraba y sonreía con la boca que era suya… y no. El dorado había devorado por completo el azul de sus ojos. Cuando dijo el nombre de Ariadna, fue como si dos voces se hubiesen puesto de acuerdo para herirla:

—Ariadna… mi luz.

Ella dio un paso atrás. La línea cerrada en su muñeca ardió como un hierro. El jardín respiró hondo, indeciso, con ese murmullo grave de animal que quiere proteger y teme romper.

—No eres él —dijo, apenas un hilo.

Los labios de Lucien —que ya no eran del todo de Lucien— dibujaron una ternura cruel.

—Soy él… perfeccionado —respondió la otra voz, la de Rhaziel, surgiendo desde el mismo pecho donde Ariadna había posado su frente tantas noches—. Soy su amor sin miedo.

El jardín bajó sus ramas, como si quisiera interponerse. Las hojas se inclinaron en torno a Ariadna, formando un círculo tibio. La corona de raíces en su muñeca latió dos veces, y Ariadna sintió el pulso de la casa en su propia sangre.

—Suéltalo —ordenó al aire—. Devuélvemelo, monstruo.

La sonrisa desapareció. En el iris dorado apareció, apenas un instante, un resplandor de océano. El verdadero Lucien intentaba abrirse paso entre las costillas de la bestia. Ariadna se aferró a ese destello como quien toma una escalera en un naufragio.

—Lucien, mírame.

Los labios se abrieron, lentamente. El dorado vaciló; habló él, herido:

—No… te acerques.

El alivio fue tan feroz que dolió. Ariadna dio un paso y extendió la mano, pero el dorado subió como una marea y la apartó con un susurro miel:

—Sí, acércate. Ven a ver qué queda cuando el amor deja de temer.

Ariadna cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, no mostró lágrimas; mostró decisión.

—Entonces hablemos con la verdad —dijo— Si eres él perfeccionado, respóndeme lo que solo Lucien sabría.

Se acercó dos pasos más. El jardín, a su alrededor, alzó una valla de ramas como un corsé. El brazalete apretó su muñeca: cuidado. Ariadna no obedeció. La casa era su aliada, sí pero él era su destino.

—¿Qué prometiste la noche en que la bestia se durmió en mi pecho? —preguntó.

El dorado no parpadeó. Abrió, con precisión cruel:

—Prometí no hacer daño… y lo hice igual. Por eso estoy aquí.

La respuesta era verdad y veneno. Ariadna lo supo: Rhaziel había bebido recuerdos. No imitaba: usaba. Bajó la voz.

—¿Qué palabra dijiste cuando te sostuve la cabeza y no te dejé caer?

La boca vaciló. El dorado chisporroteó. El jardín contuvo el aliento. Entonces, desde el fondo, Lucien alcanzó la superficie como quien rompe el agua con los dedos destrozados:

—Dije abrázame.

Ariadna tembló. El amor, entonces, estaba. Aún prisionero, pero vivo. Dio un paso para tocarlo; el dorado regresó con un golpe, como puerta que se cierra con viento:

—Y yo digo entrégate.

El jardín rugió. La corona ardió. Ariadna no retrocedió. En lugar de eso, caminó hasta quedar a un palmo. Pudo olerlo: la mezcla insoportable de Lucien y otra cosa, sal y azufre, nieve y ceniza.

—Escúchame —dijo, y ahora su voz fue la de una plegaria armada— Voy a hablar con los dos.

Apoyó la palma de su mano sobre el corazón de él. El brazalete ardió. El jardín, obediente, retiró sus ramas apenas un tanto: suficiente para que el gesto ocurriera, no tanto como para dejarla desprotegida.

—Tú, Lucien: quédate. Tú, Rhaziel: mira.

El dorado rió, bajo.

—¿Qué voy a mirar?

—Esto.

Lo besó. No fue un beso de rendición ni de sed ciega. Fue un beso consciente. Ariadna lo sostuvo con ambas manos, dibujando con la boca la costa de un país que conoce de memoria. El cuerpo de él, al principio, se tensó con un placer más cruel que dulce; luego algo cedió. En la lengua del beso, Ariadna dijo lo que las palabras no pueden:

Te elijo. A pesar de ti. A pesar de él. Te elijo.

El jardín respondió elevando el perfume de las rosas hasta un punto casi doloroso. Adentro, Lucien vio un resquicio. Lo persiguió como se persigue la luz que se fuga entre barrotes. Había estado encerrado en una sala sin puertas, oliendo a hierro y a infancia rota, oyendo la carcajada de Rhaziel convertida en salmodia. El beso abrió un ojo en la pared ciega. A través de ese ojo entró, tibio, el olor a cabello de Ariadna, la respiración que lo había devuelto a la vida tantas veces.

No te muevas, se dijo a sí mismo. No muerdas. No la asustes. Respira en su compás.

La jaula de carne obedeció a un mandato que no era de Rhaziel; era del amor aprendido. Por una grieta de segundo, el dorado se apagó y el azul regresó entero. Lucien la sostuvo de vuelta, torpe como un herido, y el beso cambió de temperatura: dejó de ser resistencia para convertirse en regreso.

—Ahí estás —susurró Ariadna, separándose un palmo—. Quédate.

—Lo intento —jadeó él—. Me duele existir… pero contigo duele bien.

El dorado volvió, como un latigazo. La risa de Rhaziel rellenó el cuarto.

—Qué escena sublime. El monstruo conmovido por un beso. ¿Crees que los barrotes se funden con saliva?

Ariadna lo miró con un desprecio claro y bello.

—No con saliva —dijo—. Con voluntad.

La fuente dorada se agitó. Del agua surgió un segundo reflejo, idéntico a Lucien, pero invertido: la mejilla con el lunar al otro lado, la cicatriz en clavícula como espejo. Rhaziel separó del reflejo una sombra. Era su truco: replicar para morder. La sombra escaló por el borde de mármol, ágil, sin sonido.

—No lo mires —advirtió el jardín desde las ramas, con voz de hojas.

Ariadna no apartó la vista. Ya no iba a obedecer por temor. El brazalete apretó: tiempo, marca, noche uno. Ella se llevó la muñeca al pecho y habló, no a Rhaziel, sino a la casa.




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