El Jardín Del Pecado

La Voz Robada

La nieve caía en silencio, cubriendo el jardín como un sudario. Las rosas parecían dormir bajo la escarcha, y las fuentes, congeladas, reflejaban el tenue resplandor de la luna. Ariadna permanecía junto a la cama donde Lucien reposaba, con la piel tan fría que sus labios habían perdido el color. Ella se inclinó, rozando su frente con los dedos.

—Despierta… —susurró.

El jardín respondió con un gemido bajo, un lamento que recorrió la tierra y sacudió las ventanas. El aire se volvió pesado, saturado de una energía antigua, como si algo bajo el suelo hubiese abierto los ojos después de siglos de sueño. Lucien movió los dedos, respiró profundamente, y el azul de sus ojos se tiñó por un instante de oro.nAriadna lo abrazó, temblando.

—Te tengo… estás conmigo.

Pero entonces, una voz resonó por toda la habitación. No provenía del espejo, ni de las paredes. Venía de la tierra misma, del corazón del jardín.

—Y conmigo, niña, ¿qué harás?

Ariadna se giró, el corazón en la garganta. La fuente del invernadero burbujeó, y de entre el agua emergió una figura cubierta de sombras. Tenía forma humana, pero su rostro estaba oculto bajo una máscara de hueso. Sus ojos eran abismos dorados, llenos de calma y destrucción. Lucien intentó incorporarse, pero el cuerpo no le respondió.

—¿Quién… eres tú? —preguntó con voz quebrada.

El ser sonrió apenas.

—Tu padre —dijo con un tono sereno, casi paternal.

—No… —murmuró Ariadna, retrocediendo—. Eso es imposible.

—Nada es imposible en una casa que respira —respondió la voz— Yo soy quien puso la primera semilla en este jardín. El que dio forma a la Bestia que vive dentro de ti, Lucien. Soy Azazel, el Padre de las Bestias.

La sangre de Lucien se heló. Su pecho ardió con un dolor primitivo, como si cada vena intentara arrancarse del cuerpo.

—Tú… —jadeó—. Tú me hiciste esto…

Azazel caminó sobre el agua, cada paso encendía el oro bajo sus pies.

—Te hice hermoso, hijo mío. Perfecto para amar y para destruir. Pero tus sentimientos te debilitan, como a todos los que se olvidan de su origen.

Ariadna se interpuso entre ellos, respirando con dificultad.

—No lo toques.

—¿No lo toque? —Azazel inclinó la cabeza, divertido—
Tú lo envenenaste con ternura. Tú lo encadenaste a lo que los humanos llaman amor.

Lucien gritó con rabia, pero la Bestia dentro de él rugió también, confundida, obedeciendo y resistiendo al mismo tiempo.

—¡Vete! —bramó.

—No puedo irme, hijo. No mientras olvides quién eres.

Azazel levantó una mano, y la luz del jardín se apagó.
Ariadna sintió que el aire se le escapaba del pecho. Su garganta ardió. Intentó hablar pero ningún sonido emergió. Ni siquiera un gemido. El Padre la miró con una ternura perversa.

—Te regalo silencio, pequeña costurera. Así no mentirás más al decir que lo amas.

Ariadna llevó las manos a su cuello. Su voz… había desaparecido. Lucien cayó de rodillas, aterrorizado.

—¡No! ¡Devuélvesela!

Azazel lo observó con compasión retorcida.

—Cada palabra de amor tiene un precio. Si la quieres de vuelta… tendrás que pagar.

—¿Qué precio? —gritó Lucien.

—Tu obediencia —respondió Azazel—. Permíteme que la Bestia resurja por completo. Déjala tomar el control. Solo así la voz que amas volverá a cantar tu nombre.

Lucien apretó los dientes. El jardín comenzó a gritar. Las ramas chocaban contra los cristales; los pétalos se desgarraban en el aire. El poder del Padre era demasiado grande: la tierra lo reconocía como su dueño. Ariadna cayó al suelo. Lucien la sostuvo entre sus brazos, temblando. Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas, negando lentamente. Intentó hablar, pero solo salió aire.
El amor la asfixiaba y el silencio la devoraba. Azazel sonrió.

—Qué hermoso es el miedo. Es la única forma de amor que no muere.

Lucien, entre el horror y la furia, sintió cómo la Bestia despertaba dentro de él. Su respiración se volvió errática. Su mirada, dorada.

—No… —susurró—. No te dejaré entrar otra vez.

—No puedes detenerme, hijo mío —susurró Azazel— Porque yo soy tú.

El suelo tembló. Del pecho de Lucien surgió una luz oscura, como fuego líquido. El aire olía a hierro y a rosas quemadas. Ariadna lo abrazó con todas sus fuerzas, aunque sabía que esa energía podía matarla.

El Padre los miró, satisfecho.

—Tan parecidos a mí… y aún creen que pueden salvarse.

La figura se desvaneció lentamente en humo, dejando tras de sí un eco que no se borró:

Cuando ella hable otra vez, no dirá tu nombre… dirá el mío.

Lucien cayó inconsciente sobre el suelo. Ariadna lo sostuvo, las lágrimas cayendo silenciosas. El jardín entero lloraba con ella. La nieve afuera cambió de color. Ya no era blanca. Era negra

Azazel, el Padre de las Bestias, ha despertado. Ha sellado la voz de Ariadna, marcándola como su futura portavoz. Y mientras Lucien duerme, la Bestia en su interior empieza a responder al llamado de su verdadero creador…




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