El Jardín Del Pecado

El Lenguaje del Silencio

El fuego se extinguió al amanecer. El cuerpo de Lucien yacía sobre la alfombra, helado, cubierto apenas por el manto del jardín que había crecido durante la noche: raíces delgadas como hilos de seda que lo abrazaban como si quisieran mantenerlo con vida. Ariadna permanecía a su lado, muda, exhausta. Sus labios se movían, pero de ellos no salía ni un sonido. Solo lágrimas. La voz del jardín le susurraba en la mente, leve y grave como un corazón vegetal:

El Padre está despierto. El hijo se agita. Si el hijo cae, la raíz muere.

Ariadna cerró los ojos y apoyó la frente sobre el pecho de Lucien. Podía sentir dentro de él dos respiraciones: la suya… y otra. Una más profunda, más salvaje, más antigua. La Bestia. Sus dedos temblaron cuando lo tocó. El pulso de Lucien era débil pero latía, mezclado con un murmullo gutural, como si su alma hablara en un idioma que solo los monstruos entendían. El jardín volvió a murmurar:

Él te oye, aunque tú no tengas voz. Háblale de otro modo.

Entonces Ariadna comprendió. Si su voz estaba sellada, aún podía tejer el amor con gestos. El lenguaje del silencio. Se levantó, fue hasta la fuente del invernadero y metió las manos en el agua oscura. Sus dedos se tiñeron de un leve brillo azul. Con ellos, escribió sobre el suelo de mármol una sola palabra:

Vuelve.

El agua tembló. El aire se estremeció. Lucien abrió los ojos. El dorado en su mirada se mezclaba con el azul. No era del todo él, ni del todo la Bestia. Era ambos. La voz que salió de su garganta no era humana: era doble.

—¿Por qué no huyes, Ariadna? —preguntó, con la dulzura de un cuchillo—Te dije que era peligroso amarme.

Ella negó con la cabeza y posó su mano sobre su pecho.
Lucien sintió la electricidad de su toque atravesarlo. Por primera vez, la Bestia dentro de él se detuvo. El latido del monstruo cedió ante el tacto de aquella piel. El amor de Ariadna no era una oración: era una cadena hecha de ternura. Lucien la tomó de la muñeca y la atrajo hacia sí. Sus labios casi se tocaron. Pero se contuvo.

—No puedo… —murmuró—. Si cedo… él vendrá.

Ariadna acarició su mejilla, negando. Le escribió una palabra en el pecho con los dedos: Confía.

Él cerró los ojos, respiró hondo… y la abrazó.bEl contacto fue como un conjuro. El jardín se encendió de luz verde. Las raíces brillaban como fuego líquido. Por un instante, todo el mal desapareció. Pero el silencio no. Ese silencio seguía siendo un muro. Lucien la miró, los ojos cargados de deseo y de dolor.

—Te amo —susurró—, pero si el Padre me llama, no sé si podré resistirlo. Cada vez que cierro los ojos, lo oigo decir mi nombre. Dice que soy su creación… que soy su eco.

Ariadna apretó su mano con fuerza..Sus ojos hablaban más que cualquier palabra. Lucien le acarició la mejilla. Su rostro era tan dulce que dolía mirarla.

—Tú… tú eres mi voz —dijo..Y la besó.

El beso fue lento, profundo, una súplica. Era como si ambos trataran de grabar en su piel la promesa de que el amor podía vencer a la oscuridad. Pero justo entonces, algo se rompió. El aire se volvió pesado. El espejo del fondo se agrietó sin razón. Y una voz rugió dentro de la mente de Lucien:

Te observo, hijo mío. Ella no puede protegerte de mí.

Lucien se separó bruscamente. Sus pupilas se dilataron hasta cubrir todo el iris. Ariadna lo sostuvo del rostro, desesperada. El azul regresó por un segundo. Luego se perdió. El rugido que salió de su garganta no era humano. El suelo tembló. Las raíces del jardín retrocedieron. Lucien cayó de rodillas, llevándose las manos al pecho.

—¡Vete! —le gritó a la nada— ¡No soy tu esclavo!
El eco de la risa de Azazel resonó entre los cristales, como si la mansión misma se burlara.

Cada beso que ella te da me fortalece, hijo. Cada caricia la une más a mí. No existe amor sin sacrificio.

Ariadna intentó abrazarlo, pero una fuerza invisible la arrojó contra la pared. Lucien la miró con horror; sus ojos eran fuego y hielo.

—Ariadna… aléjate. ¡Ahora!

Ella negó. Caminó hacia él, tambaleante. Su silencio era un grito contenido. Entonces, una raíz del jardín se elevó, viva, y se enroscó en su muñeca. El brazalete volvió a arder. Las raíces se unieron, formando sobre el suelo un símbolo antiguo, brillante como el oro líquido. El jardín hablaba otra vez:

Si el Padre creó la Bestia, la amada puede reescribirla.

Ariadna se arrodilló frente a Lucien, apoyó su frente en la de él.bEl contacto los unió en un destello de luz blanca.
Lucien sintió que la Bestia dentro de él retrocedía, confundida, envuelta en esa calma. Pero Azazel rugió de nuevo desde la oscuridad:

¿Crees que puedes callarme, mujer sin voz?

El espejo explotó. De él emergió una sombra enorme, un espectro con la silueta de un hombre coronado de espinas ardientes. Su presencia heló el aire. Lucien se levantó de golpe, los ojos completamente dorados. La Bestia lo tomó por completo. Su respiración era un rugido. Azazel sonrió.

—Así te prefiero, hijo.

Ariadna, sin voz, alzó la mano. Una lágrima cayó sobre su muñeca, activando el símbolo dorado que el jardín había dibujado. La luz envolvió su cuerpo. Azazel frunció el ceño. Lucien gritó su nombre. Y en el instante en que la luz la envolvió por completo, Ariadna desapareció. Lucien quedó solo, rodeado por el humo, de pie ante su creador. Su rugido hizo temblar los cimientos de la mansión.

Ariadna ha sido absorbida por el símbolo del jardín.
Lucien, dominado por la Bestia, enfrenta a Azazel por primera vez. Pero el Padre sonríe: el sacrificio que acaba de ocurrir era parte de su plan.




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