El Jardín Del Pecado

El Jardín de la Memoria

El silencio tenía textura. Era como respirar dentro del agua. Ariadna abrió los ojos, pero ya no estaba en la mansión. El jardín había cambiado. Todo era oro líquido y sombras danzantes. Las flores flotaban en el aire, las raíces se movían lentamente, y el cielo no existía.

El suelo palpitaba bajo sus pies desnudos, como si el corazón del mundo latiera justo debajo. Un murmullo recorrió el aire: una voz femenina, distante, antigua, que no pertenecía a ninguna criatura viva.

Bienvenida al principio, niña sin voz.

Ariadna giró, confundida. Del resplandor dorado surgió una figura: alta, envuelta en un velo negro.bSu rostro no se veía, pero su presencia la estremeció.

— Aquí floreció la primera Bestia. Aquí él la creó.

Ariadna intentó hablar, pero su garganta seguía muda. Sin embargo, cuando pensó en la palabra Lucien, el aire alrededor vibró, y la tierra la escuchó. Su nombre se grabó con fuego sobre las raíces cercanas.

— ¿Lo buscas? —preguntó la figura— Él lucha ahora mismo contra su creador. Pero cada rugido lo aleja más de ti.

Ariadna apretó los puños. Su pecho ardía de impotencia. El suelo respondió a su determinación: el oro comenzó a fluir en círculos bajo sus pies, dibujando el símbolo que la había arrastrado allí.

El jardín tembló. Las raíces comenzaron a entrelazarse, formando una figura ante ella.
Primero fue un torso, luego un rostro Era Lucien, pero no el que ella conocía. Su piel brillaba con luz dorada, su cabello flotaba como si el aire lo adorara, y sus ojos eran pura llama. Era la Bestia en su forma primigenia. Hermosa, terrible, imposible.

Ariadna retrocedió, con el corazón acelerado. Él la miró con una calma devastadora.

—Tú no deberías estar aquí —dijo la voz de la Bestia, ronca y profunda—. Este lugar es donde los amantes se olvidan de sí mismos.

Ella no podía responder, pero su mirada habló.nEl monstruo sonrió, y esa sonrisa contenía deseo y tristeza.

—¿Vienes a salvarme? —preguntó, acercándose—.¿O a perderte conmigo?

Ariadna negó, pero sus piernas temblaban.
La Bestia extendió la mano y la tocó. El contacto encendió un fuego bajo su piel. La marca en su muñeca brilló, uniendo su pulso al de él. Lucien o aquello que quedaba de él la rodeó con su brazo, y el aire ardió. El jardín reaccionó, vibrando con intensidad, como si el amor fuera un conjuro que reescribía las leyes del universo.

Por un instante, Ariadna sintió que él volvía a ser el hombre que amaba. El calor de su pecho, el temblor de sus manos, la respiración agitada contra su cuello. El deseo los envolvió como una plegaria. Pero algo cambió. El reflejo dorado en los ojos de la Bestia se oscureció.

—Él me teme —dijo con voz quebrada—. No entiende que sin mí no existe. Que sin mí no podría amarte.

Ariadna alzó la mano y la posó sobre su rostro. Le mostró con un gesto que ella no lo temía. Su ternura fue una herida abierta en el corazón del monstruo. Él cerró los ojos.

—Tu silencio… me duele más que cualquier palabra.

El jardín empezó a apagarse, como si la energía se consumiera. La Bestia la sostuvo con fuerza, su voz sonaba entre súplica y ruego:

—Dime que me amas, aunque no puedas hablar.

Ella lo hizo.nCon los ojos, con el toque, con el alma. Y el jardín respondió: una explosión de luz dorada los envolvió. Ariadna lo sintió temblar. La Bestia se arrodilló, y durante un instante, Lucien apareció bajo la superficie dorada, como un reflejo que lucha por respirar.

—Ariadna… —susurró su voz verdadera— No… no te quedes aquí.

Ella quiso abrazarlo, pero la tierra se abrió.
Una grieta se formó bajo ellos, mostrando un abismo de sombras líquidas. Desde allí, la voz de Azazel resonó con claridad infernal.

No entiendes, niña. No existe salvación para quien ama a una Bestia.

El suelo se quebró por completo. Ariadna cayó, arrastrada por el resplandor. La Bestia gritó su nombre, y el jardín entero rugió como si un dios muriera. La oscuridad la engulló. Solo una cosa quedó flotando en el aire: un pétalo dorado, impregnado de su calor. Lucien lo tomó entre los dedos, aún de rodillas, mientras las lágrimas le caían por el rostro.

Ariadna ha desaparecido en el abismo del jardín primigenio. Lucien, dividido entre su forma humana y la Bestia, debe descender tras ella. Pero Azazel lo espera abajo, con una revelación que puede destruir incluso el amor que los mantiene vivos.




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