La mansión había dejado de respirar. Las paredes, antes vivas, ahora eran frías. El jardín, su aliado, lloraba con hojas marchitas. Y él… él no era más que una sombra arrastrándose entre la ruina.
Lucien caminó descalzo, tambaleante, dejando rastros de sangre sobre el suelo de mármol. El eco de su voz resonaba hueco, partido en dos: la del hombre y la de la Bestia, entrelazadas.
—Ariadna… —susurró, y su nombre sonó como una plegaria rota.
Nada respondió. Solo el viento que venía del invernadero, el mismo que la había tragado.
El espejo roto del jardín brillaba con un resplandor tenue, pulsante, como si aún respirara. Él se acercó. A cada paso, sentía el tirón de la Bestia en su interior, la fuerza que lo arrastraba hacia el abismo. Un hilo invisible lo ataba a ella. Su alma. Su amor. Su maldición.
—Voy por ti… —dijo, con la voz de un condenado que camina hacia el infierno.
La superficie del espejo se onduló como agua. Sin pensarlo, extendió la mano y la atravesó. El frío lo envolvió. Y cayó.
El aire era denso, pesado, húmedo. Un aroma a rosas podridas y hierro inundaba su pecho. Cuando abrió los ojos, no había cielo, ni tierra: solo oscuridad líquida. El mundo entero parecía estar hecho de sus propios pensamientos.
—Llegaste al lugar correcto —dijo una voz grave, profunda, que vibraba en el aire.
Lucien levantó la vista. Entre las sombras, se erguía Azazel. Majestuoso, terrible, con la mirada serena de quien ha visto el principio y el fin de todas las cosas. Su piel parecía tallada en piedra oscura; sus ojos, pozos de oro y vacío.
—¿Dónde está ella? —gruñó Lucien, avanzando con el pecho desnudo, las venas ardiendo.
—Más cerca de mí de lo que imaginas. —Azazel sonrió apenas — Está aprendiendo.
—¿Aprendiendo qué?
—El precio del amor. —La voz del Padre era casi dulce— Aprendiendo que amar a un monstruo es convertirse en uno.
Lucien apretó los dientes. El aire se encendió con el aura de su furia. Su cuerpo ardía; su respiración era fuego.
—No la toques.
—Ya lo hice —respondió Azazel con calma—. Y lo haré de nuevo.
Lucien se abalanzó, pero su puño atravesó solo humo. El Padre de las Bestias lo miró con compasión cruel.
—Te hice perfecto —dijo—. No para amar… sino para dominar.
—¡Te equivocaste! —Lucien rugió—. Porque la amo, y ese amor me hace humano.
Azazel alzó una ceja, divertido.
—¿Humano? —repitió con sorna— Entonces dime… ¿por qué cada vez que la tocas, la Bestia despierta? ¿No lo ves, hijo? No hay humanidad en ti. Solo hambre.
Lucien retrocedió, herido. La verdad lo golpeaba con más fuerza que el dolor físico. Era cierto. Cada beso, cada caricia, cada deseo que sentía por Ariadna era un incendio que podía consumirlos. La amaba tanto que dolía respirarla. Azazel caminó alrededor suyo, como un juez que examina a su reo.
—Esa mujer te ata. Su ternura te corroe. Pero no te das cuenta: su amor es la jaula que yo nunca pude construir.
—Cállate.
—O mátame. —Azazel sonrió, mostrando una hilera de colmillos blancos—. Pero antes, escucha.
El suelo vibró. De entre las sombras emergió una imagen: Ariadna, suspendida en el aire, dormida, envuelta en raíces doradas que latían al compás de su corazón. Era hermosa. Demasiado. Lucien cayó de rodillas al verla.
—Déjala ir… —rogó.
—Solo tú puedes hacerlo —dijo Azazel— Si rompes el vínculo, será libre. Pero tú dejarás de existir. La Bestia tomará tu lugar. No habrá hombre, ni amor, ni memoria. Solo la criatura.
Lucien cerró los ojos..La respiración se le cortó. El amor o la libertad. El sacrificio o la condena.
—¿Qué eliges, hijo mío? —preguntó Azazel.
Lucien levantó la cabeza. Sus ojos brillaban como fuego líquido.
—Elijo a ella..Aunque eso me destruya.
Azazel rió, satisfecho.
—Sabía que dirías eso. Por eso te hice a mi imagen.
El Padre extendió una mano y tocó su pecho.
Lucien gritó. Su cuerpo ardió con una luz oscura. La Bestia dentro de él rugió, liberándose por completo. Pero entre el caos, algo ocurrió..La figura dormida de Ariadna abrió los ojos. Sus labios se movieron. Y por primera vez desde que le robaron la voz, habló.
—Lucien… —susurró.
El sonido fue suave, débil pero tan puro que el abismo entero se estremeció. Azazel retrocedió un paso, desconcertado..Lucien alzó la vista, el alma a punto de romperse. Ella habló otra vez, y su voz fue un canto y una maldición:
—No dejes… que me borre.
El jardín enloqueció. La luz dorada estalló, consumiendo las sombras. Azazel rugió de furia. Lucien se lanzó hacia ella, atravesando el fuego, la oscuridad y el dolor..Sus manos la tocaron justo antes de que la luz los tragara a ambos. Y todo desapareció.
Lucien y Ariadna despiertan juntos… pero en un nuevo mundo, uno donde nada de lo anterior existe. La mansión, el jardín, el tiempo: todo ha sido reescrito. Solo hay una certeza: Azazel sigue vivo dentro de él. Y ahora, cada beso podría ser el inicio de su final.
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Editado: 07.11.2025